La marcha que se concertó el pasado miércoles reclamando fondos universitarios al gobierno llama a la reflexión. Es evidente que el debate respecto al financiamiento a las casas de altos estudios despierta dudas para un importante sector de la sociedad, que cuestiona el proceso de ajuste fiscal que estamos viviendo. Después de todo, la promesa de campaña del gobierno era que el ajuste sería pagado por “la casta”, y resulta difícil encuadrar dentro de este slogan el retroceso en el valor real de las transferencias a universidades. ¿Acaso no es la educación superior un pilar fundamental de cualquier proceso de crecimiento? ¿Qué tan caro resultará ser el ajuste Milei en los años venideros? ¿No está el gobierno repartiendo de manera ineficiente y regresiva el peso del ajuste?
Hablar seriamente de eficiencia en la asignación de recursos no es cosa fácil (es el principal objeto de estudio de la ciencia económica), y sobre todo cuando se trata de un tema como la educación universitaria. Pocos pondrán en duda la importancia de la democratización de la educación, y de promover la igualdad de oportunidades de desarrollo profesional. Sin embargo, lo que debe quedar claro es que no hay nada más ineficiente y regresivo que un gobierno que asigna recursos que no tiene. Este principio básico de la contabilidad, que con tanta naturalidad se aplica a las personas, a las familias, y a las empresas, parece de pronto perder validez cuando se trata de un estado. Sin embargo, la realidad acaba por imponerse, y las restricciones presupuestarias siempre prueban ser ineludibles.
El gobierno actual es el primero en los últimos 70 años que hace carne de esto, y basta con ver las cifras fiscales de los últimos 8 meses para ilustrarlo; el gasto primario del estado nacional acumula un ajuste de 32% en términos reales si comparamos con el mismo periodo para el año pasado. ¿En qué cuentas vemos reflejado este sinceramiento? los subsidios a la energía y transporte se ajustaron un 40%, las transferencias discrecionales a las provincias se ajustaron en 92%, el déficit operativo de empresas públicas cayó en 36%, y el recorte en los gastos de capital (vinculados a la obra pública) se ajustó un 83%. Y si bien la comparación interanual para los primeros 8 meses muestra una caída en términos reales de las jubilaciones y pensiones, esto se debe a la licuación que sufrieron estas partidas del gasto con la antigua fórmula de movilidad previsional. De hecho, hoy por hoy el poder adquisitivo de los haberes jubilatorios ya se encuentra por encima de su nivel de noviembre del año pasado, y gracias a la nueva fórmula de indexación al IPC, es esperable que continúe mejorando en lo que resta del año. ¿Y dónde han quedado las transferencias corrientes a universidades? Está claro que no se encuentran exentas del ajuste, pero sí mantuvieron su participación en el total de gasto, por lo que difícilmente puede argumentarse que esta partida fue relegada en la lista de prioridades. La conclusión es que el ajuste actual no se trata de una licuación salvaje y regresiva, ni se trata de una persecución a la educación superior; se trata lisa y llanamente de que el gobierno no puede vivir consistentemente por encima de sus medios.
Las consecuencias de ignorar este principio las hemos sufrido reiteradamente a lo largo de la historia. El déficit fiscal no es ni más ni menos que la madre de los problemas macroeconómicos que aquejan a los argentinos. Solo puede financiarse con endeudamiento, sea con el banco central, o con algún otro acreedor. El resultado de endeudarse irresponsablemente con el primero fue la emisión monetaria indeseada, llevando a que hoy Argentina se encuentre entre los 6 países del mundo con mayor inflación y devaluación acumulada en los últimos 70 años. Cuando el acreedor fue alguien más, se acabó sucesivamente en crisis de endeudamiento, asegurándonos así el récord mundial de defaults, con 9 en total y 3 en este siglo. Históricamente el sector público ha despilfarrado en épocas de optimismo y condiciones internacionales favorables, lo que lo ha dejado incapaz de solventarse y obligado a ajustes abruptos e ineficientes una vez terminada la época de bonanza. Como resultado, la Argentina hoy cuenta con una historia de inestabilidad casi única en el mundo, que lógicamente ahuyenta cualquier apuesta al desarrollo del nuestro potencial productivo.
Debe quedar claro que el ajuste de cuentas siempre llega; la diferencia esencialmente está en si este se da de manera ordenada y explícita, a través de un plan que busca atacar las cuentas más ineficientes, o si ocurre de manera forzada y encubierta, reestructurando deuda o dejando que el peso recaiga sobre los sectores menos preparados para protegerse del impuesto inflacionario. El mandato de Alberto Fernández funciona como un claro ejemplo de esta última alternativa; entre 2019 y 2023, los ingresos del tesoro cayeron un 4% en términos reales. Sin embargo, el gasto primario lejos de adecuarse a la menor disponibilidad de recursos se incrementó un 9%, con aumentos injustificables en prácticamente todas las partidas del gasto, siendo la notable excepción el sistema previsional. Para financiar, por ejemplo, un incremento real de 70% en los subsidios a las tarifas energéticas, las jubilaciones tuvieron que perder un 34% de su poder adquisitivo en 4 años. Las transferencias corrientes a universidades aumentaron un 10% por encima de la inflación en el mismo lapso, y sin embargo, difícilmente podría argumentarse que la política fiscal durante esos años fue eficiente o progresiva, o que en medio del éxodo de profesionales y empresas se avanzó en el desarrollo de nuestro capital humano. Aún más difícil sería argumentar que asignar recursos que no existían expandió nuestras oportunidades de crecimiento en el largo plazo.
Todos los sectores aspiran a recomponer el poder adquisitivo de sus ingresos, pero la suma de esas aspiraciones nos lleva una vez más a una situación de desequilibrio. El ejemplo de las transferencias universitarias basta para redondear esta idea; el oficialismo plantea en su proyecto de presupuesto para 2025 un aumento interanual promedio de 25,3% en las transferencias corrientes del gobierno. El aumento establecido para el presupuesto universitario está por encima de eso (28,5%), pero el Comité Interuniversitario Nacional busca negociar un aumento de 133%. Si trasladáramos esta aspiración al total de los beneficiarios de transferencias del estado nacional, el gasto total en transferencias pasaría de aproximadamente 5% del PBI en 2024 a casi 9% en 2025, una suma equivalente a todos los recursos tributarios que acumuló el gobierno durante los primeros 7 meses del 2024. La única forma de financiar esto sería, una vez más, recurriendo al impuesto inflacionario, el más regresivo y distorsivo de todos.
Entonces, partiendo de que, como cualquiera de nosotros, el gobierno también debe adecuarse a su disponibilidad de recursos, nos vemos obligados a plantearnos cual es la manera más efectiva en la que puede utilizarlos. Y una vez más, el caso de las universidades públicas sirve como ejemplo del salto que debemos dar como sociedad, desde el reclamo constante por más recursos hacia la proactividad para gestionar mejor los recursos con los que si contamos.
Después de todo, menos de un cuarto de los inscriptos en universidades públicas consiguen graduarse dentro del tiempo estipulado de cada carrera, con un promedio de tiempo de finalización que ronda los 9 años. Las tasas de deserción varían dependiendo de la fuente, pero ninguna las ubica por debajo del 40%, cifra que sube a cerca del 70% en el caso de la UBA cuando se considera el total de ingresantes al CBC. Lo que es más, producto en parte de la deuda que deja la calidad de la educación primaria y secundaria, y de la inflexibilidad y larga duración de la mayoría de las carreras, la deserción resulta significativamente más alta para los alumnos en deciles de ingresos más bajos; si bien durante el primer año de carrera los alumnos pertenecientes al 10% de la población con menores recursos representan un 8% del total de inscriptos, llegado el quinto año este segmento representa apenas un 1% del total de alumnos. Los ciclos de nivelación como el CBC buscan precisamente equilibrar los aprendizajes de alumnos de distintos contextos socioeconómicos, pero el resultado en la práctica es muy distinto; el CBC no es más que otro filtro, que no altera el destino de los alumnos menos preparados, y donde muchos quedan en el camino. En otras palabras, una proporción más que significativa de los recursos que se dedican al sostenimiento del modelo de educación pública actual sencillamente no produce los efectos deseados.
Entonces, si vamos a reflexionar respecto a cuál es la mejor manera de emplear recursos escasos en la persecución de nuestros objetivos comunes, como lo es la igualdad de oportunidades para el desarrollo profesional, debemos dar un paso atrás y analizar la imagen de manera completa. Evidentemente, las casas de altos estudios cuentan con problemas estructurales que no se resuelven meramente aumentando las inyecciones de dinero de los contribuyentes. No hay cantidad de dinero que se le pueda arrojar a estas instituciones que resuelva la pobreza de la educación básica, posiblemente la explicación más importante detrás de las bajas tasas de graduación. Consecuencia de la ineficiencia y la falta de transparencia con la que se han manejado los recursos del estado en las últimas décadas, en Argentina el 46% de los estudiantes que asisten al 3° grado de primaria no alcanza el nivel mínimo de comprensión lectora, mientras que cerca del 70% de los estudiantes que asisten a 6° grado no alcanza el nivel mínimo de competencias aceptables para esa etapa de la escolaridad.
A su vez, si el objetivo realmente es mejorar las oportunidades de los inscriptos, independientemente de su formación previa, el foco de la discusión podría moverse desde el reclamo de mayores fondos para financiar un modelo que claramente no ha dado los frutos esperados, hacia el diseño de otro tipo de estrategias, estrategias con poco impacto en el presupuesto y que hace tiempo que forman parte de estas discusiones; modificando la oferta académica de manera de ofrecer carreras más cortas y más flexibles, con mayor variedad de cursos terciarios, los alumnos de menores recursos y que más obligados se ven a barajar trabajo y estudio podrían realmente verse con mayores oportunidades de graduarse.
Los argentinos debemos plantearnos que tanto deseamos vivir sin inflación, y que tan dispuestos estamos a afrontar el costo de eliminarla. Después de todo, a pesar de todos los males que trae aparejados, la inflación nos permite convivir con nuestras ineficiencias. Si realmente queremos deshacernos de ella, debemos aprender a gestionar los recursos de los que sí disponemos; hacer más, y reclamar menos.
Comentarios