Frente al descalabro cambiario e inflacionario que estamos viviendo en la República Argentina, diversas voces se alzan proponiendo soluciones basadas en la moneda de curso legal.
Desde el sutil bimonetarismo hasta la extrema dolarización, los equipos económicos ofrecen propuestas a un electorado que poco entiende, con dificultad de medir las consecuencias fundando sus elecciones en el enojo y la frustración.
Nos encontramos nuevamente frente a profesionales que recurren a las escuelas clásicas de las ciencias económicas que ignoran o esquivan a los nuevos modelos que la evolución, el conocimiento y la tecnología ofrecen en nuestros tiempos.
El debate entre las teorías de Adam Smith, cuyos aportes y conceptos se remiten a su obra “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones”, escrita en 1776 y las de John Maynard Keynes, plasmadas en su obra “Teoría general del empleo, el interés y el dinero” de 1936 ha quedado fuera de moda y de contexto.
Discutir en el siglo XXI si la “mano mágica del mercado” resuelve la distribución de la riqueza, o si el Estado debe intervenir para arbitrar monopolios y especuladores resulta estéril y atrasa como planteos alternativos.
Solamente para ubicarnos en tiempo y espacio cuando Smith publicó sus obras, la República Argentina no existía, estas tierras, junto con las de Uruguay, parte de Chile, Paraguay, Bolivia y el Sur de Brasil, formaban parte del Virreinato del Río de la Plata. Existía la esclavitud, los trabajadores carecían de derechos y el rol de la mujer en sociedad era muy distinto al de nuestros días.
El 4 de julio de ese año,1776, mientras Adam Smith publicaba sus trabajos, 13 colonias británicas declararon la Independencia de los Estados Unidos de América de la Corona Británica.
Mientras tanto, en 1936, en la República Argentina gobernaba el General Agustín Pedro Justo, cuya gestión estuvo caracterizada por el intervencionismo del estado en la economía y la implementación de un sistema de recaudación tributaria centralizada. La historia denominó a esta etapa como la “década infame”, por la sucesión de golpes militares que interrumpieron gobiernos democráticos, comenzando por el golpe de Estado cívico-militar que derrocó al presidente radical Hipólito Yrigoyen.
Es interesante ubicar en tiempo y espacio las realidades sociales, geopolíticas y económicas del mundo para entender en qué contexto se formularon y debatieron las propuestas que “hoy” discutimos en nuestro país.
Es probable que con los conocimientos y herramientas de aquellos tiempos, y en las circunstancias de entorno en los lugares en los que se aplicaron estas propuestas, analizar si conviene tener una moneda propia y un banco central soberano, o si es adecuada la forma en la que el mercado distribuye la riqueza entre que los factores de la producción, sea procedente. Del mismo modo, discutir si frente a situaciones extremas, la intervención estatal puede ser de ayuda para la sociedad en su mayoría.
Sin embargo, a esta altura de la humanidad, estas cuestiones están resueltas.
En nuestro caso, en la actualidad, la discusión debería pasar más por la independencia de las instituciones, la idoneidad de los funcionarios que las ocupan y las responsabilidades personales y políticas de las consecuencias que sus decisiones provocan. Esto cabe para todos los poderes y escalafones de la administración pública.
Esto plantea un conflicto aún mayor, pues las soluciones, lejos de ser mágicas o quirúrgicas, como sería explotar el Banco Central o implementar una economía bimonetaria, pasan a ser de fondo, basándose en el profesionalismo y la moral de quienes conducen los destinos del país.
Cambios del estilo demandan generaciones y muchas veces que quienes estén al frente hoy den un paso al costado.
Calma, quedan otras opciones.
La economía del siglo XXI, esa que apenas se ha empezado a enseñar en las universidades, la que se aprende a través de documentos y trabajos publicados en redes sociales y páginas de Internet, presenta nuevos enfoques y herramientas que podrían ayudar a resolver los complejos desafíos que afrontamos en estos tiempos.
Repasemos alguno de ellos.
Al hablar de dolarizar lo que se busca es que se use una moneda que tenga valor como común denominador de los bienes y servicios que se ofrecen en la economía. Algo que sirva para medir cómo evoluciona nuestro patrimonio y que además resulte conveniente atesorar cuando tenemos algún excedente y queremos ahorrar o invertir.
En verdad, el dólar puede servir si lo comparamos con nuestro devaluado peso, sin embargo, si analizamos su poder adquisitivo en 100 años ha perdido el 96% de su valor, es decir que si en 1923 con 1 dólar comprabamos 100 caramelos hoy apenas compramos 4.
Si vamos a cambiar, hagámoslo por algo que sea superador,
La tecnología de Blockchain nos ha abierto un abanico de nuevas posibilidades pues nos ofrece contar con procesos predefinidos, auditables, inmutables y seguros para realizar emisiones y transacciones de todo tipo de registro representativo de cualquier cosa que pueda tener valor.
De esta forma, podremos tener activos cuyo respaldo es una regla de emisión previsible, plasmada en un contrato inteligente digital, es decir una moneda algorítmica, tal como es el bitcoin. Ojo, el planteo dista mucho de utilizar al bitcoin como moneda, sino utilizar a Blockchain como tecnología para emitir una moneda digital propia.
En este caso, el valor del dinero, estaría soportado por la previsibilidad en su emisión y el control público que ofrece el entorno criptográfico, algo que con el dinero tradicional queda en poder de la política y los funcionarios de turno.
También se pueden proponer alternativas que contemplen monedas asociadas a un activo subyacente, es decir que su regla de emisión esté fundada en la disponibilidad de algún bien, servicio o derecho, presente o futuro.
En todos los discursos de los políticos, sean del partido que fueran, se mencionan las potencialidades que tiene nuestro país, a mediano plazo, como productor y exportador de bienes derivados de los agronegocios, la minería, el petróleo y el gas.
Como es sabido, los estados nacionales y provinciales, reciben regalías por ellos, en algunos casos referidas en dinero y otras en producto.
Es posible certificar las reservas de determinados productos que nuestro país tenga y tokenizarlas, es decir, afectar el ingreso futuro como garantía de la emisión de un activo digital de curso legal y libre circulación, algo así como un peso convertible en litio, soja, petróleo, gas o los escasos servicios ecosistémicos que producen las selvas y bosques naturales.
Argentina puede emitir su propia moneda dura sin necesidad de recurrir a la tercerización de la soberanía monetaria.
De poco sirve tener riquezas naturales improductivas, enterradas o abandonadas, mientras que las finanzas públicas destinan miles de millones de dólares al pago de intereses de deuda externa mientras que los ingresos de los ciudadanos y los servicios públicos que reciben se deterioran año tras año.
Los mercados rápidamente aceptarían una moneda respaldada por criterios predefinidos de emisión o por derechos reales. De esta forma se podrían rescatar tanto la deuda en moneda local como la extranjera reduciendo drásticamente el impacto que tienen en las cuentas públicas su costo financiero.
La asignación coherente y eficiente del valor que tendrían estas nuevas formas monetarias deberían contemplar también la capacitación e inclusión social y “laboral” de la población económicamente activa de modo que rápidamente se pueda pasar de la asistencia a la instrucción y del gasto a la inversión pública.
La tokenización se presenta como una alternativa superadora, innovadora y resolutiva de los complejos desafíos que presenta el panorama económico y financiero de nuestros días.
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