Son las doce del mediodía de un jueves de principios de diciembre y en Plaza Mayor el movimiento es incesante. Desde el mostrador, Federico Yahbes jura que no sabe cuántos panes dulces vendió esa mañana, ni en el mes, tampoco en el año. Es gerente del mítico restaurant de Monserrat y, además, hijo de Ricardo, el dueño.
Y el dato más importante: es el único hombre sobre la faz de la Tierra que conoce la receta del pan dulce que año tras año convoca multitudes.
Tiene 53 años y desde hace 30 celebra el éxito del manjar que horneaba su abuela calabresa. Un éxito sin números oficiales, pero que se presume por la cola de la puerta.
Entonces, con el pecho inflado y un ojo siempre puesto en la vorágine de los platos que vienen y van, Federico -que estudió cocina, entre otras cosas, para no parecer solo “el hijo del dueño”- comparte la historia del pan dulce que cuesta 820 pesos y vale una cola de dos horas, en promedio. Todo desde Plaza Mayor, en la esquina de Venezuela y San José, el restaurante que habla de la más argentina de las giuntas: españoles e italianos.
“A mediados de los 70 mi padre se dedicaba a la industria del plástico. De pronto los costos se volvieron insostenibles y compró una pizzería en Villa Crespo, donde vivíamos. No sabía nada de gastronomía, pero sí de comer bien por sus orígenes ibéricos. Progresó y en 1982 le ofrecieron este local. A pesar de que no quedaba cerca de nada, apostó y lo compró. Puso una cocinera española y así empezó Plaza Mayor”, apunta Federico, de apellido árabe arraigado en la península. Pero además, con gracia recuerda los avatares de fines de los 80. “Había crisis energética. Pero la gente quería comer pulpo o cazuela y venía a las siete de la tarde”, asegura.
¿Cómo empezaron a vender pan dulce? “De casualidad”, se jacta. “Queríamos fomentar la sidra para que se sirviera tirada. Mi padre pensó acompañarla con un trozo de algo y ahí se acordó del pan dulce que comíamos todas las Navidades. Le pidió la receta a mi abuela, empezamos a producirlo y a convidarlo después de comer. Fue en 1985”, apunta Federico.
Leticia “Tita” Marcone, esa abuela que había llegado de Calabria, lo cocinaba cada Fin de Año sin imaginar el furor que sería para fines de los 90. Lo preparaba con la misma sabiduría y naturalidad que ostentan aquellos italianos que aman la cocina cuando cortan los tallarines.
“Era un panetone. Pero nosotros somos un restó español, así que lo llamamos siempre pan dulce”, apunta Federico y cuenta que desde entonces usan la receta de aquella abuela que falleció hace diez años, cuando la consagración ya era un hecho.
“Soy el único que tiene la receta. ¡No la sabe ni mi padre! No está escrita en ningún lado. Pasó de mi abuela a mí”, ríe Federico y cuenta cómo hace para que la ejecuten los panaderos -que todo el año son dos y a partir de noviembre son seis-. “Les doy dos bolsones con la mercadería: uno con los polvos (harinas y demás) y otro con las frutas secas y las escurridas. O sea… Ni el panadero principal sabe cuánto lleva de cada cosa”, se ufana Yahbes, que estudió cocina y trabajó en España, Chile y México. “Siempre supe que si quería hacerme cargo del negocio familiar tenía que formarme. Me actualizo todo el tiempo”, agrega.
Mientras habla, el pan dulce que Federico y sus tres hermanas comen desde su infancia se deja apreciar, brillante y acaudalado, sobre los mostradores de Plaza Mayor. Algunos ya están embolsados con los colores de la Madre Patria.
“Hacemos el modelo bajo de media esfera porque así lo hacía mi abuela… No lleva más por la cantidad de mercadería que le ponemos. Es el punto justo. Si tuviera más levadura, se desgranaría y no sería tan delicioso. Además, trabajamos con manteca: le da una textura especial”, cuenta en tono de confidencia y detalla que el proceso empieza todos los días a las seis de la mañana y que cada uno tarda cuatro horas en estar listo.
¿Cuánto influye la calidad de la materia prima? Mucho, según Federico. “Este año tuvimos un problema importante con los frutos secos porque se venden a precio dólar. El viernes antes de las PASO compré almendras a 480 pesos el kilo. Ahora están 750. Lo mismo con las nueces: pasaron de 370 a 550”, revela y detalla que trabaja con muchos productores del Interior del país.
Cuenta que las pasas de uva son de La Rioja y Catamarca; las nueces de Mendoza -“son las que más me gustan”-; el cajú “es brasilero, porque acá no hay”; y las almendras también son mendocinas, pero hay variedades chilenas y americanas. En tanto, la fruta escurrida (“le dicen abrillantada, pero en realidad es escurrida porque tiene almíbar y no glaseado”) es mamón de Corrientes, mientras que la cereza es mendocina y los higos, jujeños.
“La panadería de Plaza Mayor hace pan dulce todo el año, porque la gente lo compra todo el año. A esta altura muchos clientes saben que lo pueden congelar y por eso se anticipan. Lo sacás del freezer un día antes y queda exactamente igual”, revela Federico y se entusiasma con una recomendación sin precedente: “Después del asado, limpiar un poquito la parrilla, poner una rodaja de pan dulce a tostar unos minutos y servirla con una bocha de helado de crema o de sambayón”.
Entonces se retrotrae a principios de los 90: la primera vez que vio una cola de gente en la puerta de Plaza Mayor. “No entendía nada. Llamé a mi papá para contarle: ‘Están haciendo fila para comprar el pan dulce’”, cuenta que le dijo. Su padre llegó de raje con una única pregunta: “¿Cuántos vendiste?”. “No tengo ni idea. No los conté”, le contestó, culposo, mientras prometía hacerlo al día siguiente. “No, dejá. No los cuentes nunca. ¡Nunca más! Ni se te ocurra”, lo conminó Ricardo e instaló la cábala de no llevar el registro.
“Calculo las compras a ojo. Lo hago hace 30 años”, asegura el gerente y agrega que nunca hicieron publicidad. Que la gente sabe que el pan dulce de Plaza Mayor es rico por el boca a boca.
“Una vuelta tuvimos cuatro cuadras de cola porque el día anterior se nos habían acabado. El promedio son dos cuadras por día. Llega a Belgrano por Venezuela. Esta semana entregamos varios por persona pero en los días previos a Navidad restringimos: solo uno por cliente”, cuenta Federico sobre la delicia que se vende de 9 a 11 de la mañana y de 5 a 7 de la tarde, aunque un poco puede extenderse.
Y cuando el reloj marca la una del mediodía, reflexiona: “Hacer algo rico te hace bien al ego. Pero hacerlo en familia, ¡mucho más! Ese es nuestro condimento secreto”.
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