Suena el despertador por la mañana, te levantás como podés y arrancas el día. Once horas afuera entre bondis, subtes y laburo, volvés a tu casa y descansas. A la mañana siguiente, lo mismo. Mismo bondi, mismo subte, mismas caras. Si sos relativamente sociable ya sabés el nombre del chofer que, más o menos por esa hora, pasa por tu parada. Estos son algunos de los pormenores de los hombres y las mujeres que viven su vida según una rutina determinada.
¿Cuándo fue la última vez que frenaste un toque la vorágine de tu vida para pensar seriamente sobre el concepto de la rutina? ¿Sos rutinario? ¿Te gusta serlo?
Como si hoy por hoy estuviéramos faltos de grietas, la idea de repetir el mismo patrón todos los días cae indefectiblemente en ese terreno pantanoso donde no hay respuestas correctas. Si sos rutinario, está bien. Y si no, también.
Están los que aman la rutina, la hacen parte de su vida, como un ente autárquico que digita sus destinos. Un sistema cerrado en el que el pasar del tiempo se estructura. La rutina intenta ordenar las variables, y así la existencia de la persona se torna un poco más previsible. Al menos según su perspectiva.
En la rutina los hechos se desarrollan naturalmente, sin necesidad de reflexión de parte del sujeto. Además, lo que se obtiene gracias a la rutina es una sensación de seguridad y confort. Un velo intangible que se supone va a hacer tu vida más fácil. (Spoiler Alert: NO)
La otra cara de la moneda son quienes detestan la rutina. Escapan de la idea de vivir lo mismo todos los días. Consideran a la rutina como un verdadero “Día de la Marmota”. El tema es que, sin el magnetismo de Bill Murray, la película no tiene gracia.
Son aquellos que deciden armar su vida con estructuras más volátiles, sólo por el afán de vivir alejado de las rutinas. Personas que no sienten la necesidad de saber con quién van a cenar la semana que viene, o a qué fiesta irán.
Ahora, como buen tibio que soy, me subo a la ancha Avenida del Medio para reflexionar sobre este tema como a mi me gusta, con la tibieza de una birra abierta hace dos horas.
Es fantástico, de vez en cuando, escaparse de la rutina. Se siente bien. Te da la oportunidad de crear nuevos recuerdos y vivir nuevas experiencias.
Hace poco vendí el auto y me compre una bici, por lo que volví a pedalear después de 18 años. No sólo salí de la bicicletería y en la primera esquina intenté poner el guiño, sino que a la semana de haberla comprado mordí un cordón y me pegué el palo de mi vida.
Salí volando, pegue con la vereda, rodé 162 veces (la cifra se exagera con fines dramáticos) hasta que la inercia me abandonó y me dejó tirado en la calle. Todo moretoneado, raspones, sangre, todo el combo. Y para decirte la verdad, hacía años que no me sentía tan vivo.
O sea, si. Entiendo. Romper la rutina tiene cosas positivas. Pero lo cierto es que no podríamos vivir sin rutinas.
La rutina es una parte inherente de la experiencia del ser humano y una herramienta que se ha probado útil a lo largo de la historia. Planificar nuestros días nos ha servido como especie para adaptarnos y progresar.
Nuestros antepasados no tenían las libertades que tenemos nosotros para querer, voluntariamente, abandonar la rutina. Difícilmente nuestros abuelos, cagados de hambre entre guerra y guerra, se juntaban una vez cada dos años a boludear jugando al paintball.
Si tenés hijos sabrás que lo primero que te dice el pediatra es que el bebé necesita una rutina. Que no podes tenerlo pasado de rosca hasta las tres de la mañana un día, y al día siguiente durmiendo hasta el mediodía.
Quizás la moraleja sea la misma que en otros grandes debates. Quizás la respuesta esté en el santo equilibrio de las cosas. Armar una rutina flexible, interesante y desafiante. Que busque controlar algunas variables y hacernos sentir seguros, pero permita romper el molde y hacer cosas nuevas. Que sea permeable.
Contame. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo extraordinario?
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