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El ocaso del héroe más eterno

Por Jerónimo Alonso

El ocaso del héroe más eterno

Lo que ningún argentino sabía que iba a pasar, pero jamás deseaba que pasase, comenzó a suceder: Lionel Messi se despidió del país en un partido por los puntos. Después de veinte años, el rosarino encarna el capítulo final de la historia más hermosa de todas donde el Mundial 2026, sería su último baile, show, función, o como prefieran llamarlo. Y no pareció que hayan pasado veinte años, 194 partidos, 114 goles, 65 asistencias y cinco títulos bajo el brazo (destacándose el Mundial 2022), ya que volvió a ser figura aportando dos goles y construir la jugada del 2-0. Jugó con el mismo fuego sagrado que llevó toda su carrera, el que lo convirtió en el mejor futbolista de todos los tiempos y conquistó todos sus sueños

Sin embargo, el documento dice que ya tiene treinta y ocho años a pesar de jugar como uno de veinticinco. La edad le pasa factura como a cualquier ser humano (aunque dentro de la cancha sea un extraterrestre) y aquellas pequeñas lesiones que le pueden generar cansancio, le privan de estar jugando constantemente y por ello, no estará vs Ecuador el próximo martes. Nadie quiere asumir su edad ni que se acerca el final, pero el capitán dio a entender que solo quedan los últimos granos de arena al reloj.

Un camino complicado
A los dieciocho años recién cumplidos, Messi comenzó su historia en la selección contra Hungría, exactamente el mismo rival que había debutado Maradona. Las comparaciones y semejanzas recién empezaban, pero su estreno fue algo complicado. A los cincuenta segundos de haber ingresado, recibió un pase de Scaloni y forcejeando con un rival, termina rozándole el cuello. El árbitro malinterpretó un codazo y le sacó roja directa. Desde el primer minuto, le dieron a entender que debía pelear muchísimo para lograr la carrera soñada.

 En Alemania 2006, a pesar de tener buenos rendimientos en aquella Copa, destacándose con un gol y asistencia en la goleada a Serbia, vio la eliminación contra la local sentado en el banco y masticando mucha bronca. Nuevamente, le marcaban la cancha, pero con la expectativa de que iba a volver a poner a la Argentina en la gloria.

La llegada de Maradona al banco, generó mucha expectativa ya que se esperaba que le pasase todos sus secretos a su heredero de cara a Sudáfrica, pero nada más lejos de la realidad que eso. La selección entró por la ventana al Mundial y Lionel no convirtió en la máxima competición ante la mala fortuna de los postes.

Las críticas malitencionadas se comenzaron a asomarse de parte de gran parte de la prensa y una minoría de los hinchas, pero se hacían escuchar. El contraste entre sus hazañas en Barcelona donde era imparable y rompía todos los récords habidos y por haber y la escasez de títulos en el ámbito local, era notable. A ello, había que sumarle la constante comparación odiosa con Maradona, quien había llegado a la gloria en 1986 y rápidamente fue endiosado. Dos estilos distintos de liderazgo, donde “Pelusa” lo mostraba más a cámara con gritos, reclamos y cantando efusivamente el Himno Nacional e insultando a aquellos que chiflaban.

 Messi, callado como de costumbre, aceptaba esa enorme mochila cada vez que cruzaba el Atlántico para venir a defender al país. Técnicos perdidos dentro de la cancha, compañeros que no podían seguirle el ritmo y delanteros que fallaban goles insólitos en momentos importantes, generaban una gigantesca “Messi-dependencia” y prendían luces para que él le tapase todos sus errores. La dolorosa final ante Chile en 2016, la tercera final en tres años, y los principales medios tratándolo de principal responsable hizo que diga “basta. Se terminó. Esto no es para mí”.

El hincha genuino no permitió que su ídolo se rindiese. Aquel hombre que insistía con seguir intentando, no podía ceder ante la derrota e irse de la selección sin salir campeón. Un diluvio torrencial no impidió que miles de argentinos concentrasen en el Obelisco a los pocos días de la renuncia. Chicos y grandes pidieron que repiense su decisión, que sus gambetas sigan tiñéndose de celeste y blanco, que el amor al país podía vencer el odio de unos pocos, pero sobretodo, que la vida le diese el regalo que merecía más que nadie. Esta y miles de muestras de cariño, hicieron a Messi rever su postura y ante un comunicado de prensa declaró que había que arreglar muchas cosas en el fútbol argentino, pero la única forma que él podía hacerlo, era dentro de la cancha. Reconoció que le pasaron muchas cosas en la cabeza después de la última final, pero que “amaba demasiado al país y la camiseta”. Lo iba a volver a intentar todas las veces que sea posible, a pesar de que varios lo consideraban el principal responsable de la extensa sequía que padecía Argentina en cuanto a laureles conseguidos.

 Desde su vuelta, ya parecía otro. Seguía siendo el mismo mago con los pies de siempre, pero era un Messi aguerrido, nunca antes visto. Se lo veía más activo en indicaciones dentro de la cancha, confrontaba a los rivales y sobretodo, les recriminaba constantemente a los árbitros las polémicas decisiones que perjudicaban al equipo tanto dentro como afuera de la cancha. Si bien Rusia 2018 fue un recuerdo más que olvidable, todo iba a cambiar al año siguiente.

La resiliencia del pequeño gigante / profeta en su tierra

Con Scaloni al mando, el cuerpo técnico tomó la decisión de una renovación total. No importaba tanto ser de los mejores del mundo, sino correr hasta el último segundo por la camiseta. Jugadores como De Paul, Paredes, Dibu Martínez, entre otros, quienes se criaron viendo a Messi intentar constantemente llevar algún título al país, comprendieron que debían morir por su capitán. Debían dejar de jugar para el Diez y jugar con él, a su ritmo para romper la mala racha.

El equipo fue de menos a más en la Copa América 2019, pero en la memoria colectiva quedó un Messi enojado contra Conmebol tratándolos de corruptos tras la polémica semifinal contra Brasil. El equipo hizo un clic. Si su capitán se rebelaba ante las grandes corporaciones del fútbol, todos tenían que seguirlo y cualquiera que lo toque tanto a él como al equipo, encendían la dinamita dentro de la cancha.

Con ese fuego sagrado, Argentina tuvo su revancha en 2021 ante su eterno rival donde ganó 1-0 cortando la maldición de veintiocho años sin campeonar. El silbato final no solo selló una victoria: abrió una grieta en el tiempo y cerró la de los argentinos. Messi, arrodillado sobre el césped, se quebró en un llanto que era alivio, desahogo y eternidad. Lloraba por todas las finales perdidas, por las críticas que cargó en silencio, por esa camiseta que siempre fue su segunda piel y ese país, que, a pesar de vivir toda la vida en Barcelona, siempre llevó en su corazón. Entonces, uno a uno, sus compañeros corrieron hacia él para fundirse en un abrazo colectivo, como si todo un país quisiera contenerlo en ese instante. Y en esas lágrimas, Argentina entera encontró un espejo: la certeza de que la espera había valido la pena esperar tanto.

Ya había terminado con las críticas, los estadios los ovacionaban y se reverenciaban como a un Dios cada vez que tocaba la pelota. “Que, de la mano de Leo Messi, toda la vuelta vamos a dar” era un canto a la ilusión. Pero el pequeño gigante quería algo más: la Copa del Mundo. Tenía 35 años y sabía qué le esperaban rivales muy duros físicamente, pero el héroe llevaba consigo un equipo, una nación entera que respiraba y soñaba más que nunca.

La final contra Francia fue un duelo digno de epopeya. Messi llegaba como el faro de su selección: el mejor de la Copa, golazos agónicos y asistencias que parecían inventar el tiempo. Cada toque suyo llevaba la esperanza de millones, cada corrida era una declaración de amor al juego. Cuando la Copa se acercaba, los minutos se estiraban y los corazones latían al compás de sus gambetas. Y cuando Montiel marcó el penal decisivo, el pequeño gigante volvió a caer de rodillas, esta vez abrazado por todo su equipo y por una nación que, finalmente, pudo ver su sueño convertido en historia. “Ya está. Ya está” le decía a su familia que estaba en el palco. Un “ya está” muy distinto al que proclamaba en 2016 tras la frustración de haber perdido cuatro finales y recibir tanta crítica amarillista. Casi al final de su carrera, terminaba de ser santificado. Por fin, finalizaba su proceso de ser profeta en su propia tierra.

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Jerónimo Alonso

Jerónimo Alonso

Me llamo Jerónimo y tengo 21 años. Actualmente me encuentro en el tercer año de la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. Me gusta escribir de diversos temas para poder informar al público y contar historias poco conocidas o desde otra mirada.

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