Pocas formas de violencia han demostrado tal persistencia histórica, adaptabilidad retórica y ubicuidad geográfica como el antisemitismo. Además de ser un residuo del pasado, es una gramática de exclusión aún vigente, que muta y se reconfigura según las necesidades políticas, los climas ideológicos y las plataformas tecnológicas del presente. En su núcleo late un problema estructural: el judío como figura liminal, como sujeto incómodo para los grandes relatos identitarios. Analizar el antisemitismo, entonces, es adentrarse en la genealogía del odio como forma de ordenamiento del mundo.
Génesis y mutaciones: del dogma al algoritmo
El antisemitismo no puede comprenderse si no se inscribe en la larga duración. Desde los concilios medievales que prohibían a los judíos ejercer ciertos oficios hasta las campañas de conversión forzada o los libelos de sangre, Europa edificó una subjetividad cristiana en oposición a la alteridad judía. Pero el siglo XIX introdujo un cambio epistémico: el antisemitismo se secularizó. La figura del judío dejó de ser el "deicida" para convertirse en el "capitalista apátrida", el "intelectual cosmopolita" o el "subversivo infiltrado". De Marx a Drumont, del protocolo de los sabios de Sion al antisemitismo socialista, la judeofobia pasó de la iglesia al parlamento, del púlpito a la academia.
El siglo XX fue su laboratorio más trágico. El Holocausto no sólo significó el paroxismo de ese odio, sino su burocratización. No se trató de un estallido irracional, sino de una maquinaria racional de exterminio, inscripta en el corazón del Estado moderno.
En Medio Oriente, tras la fundación del Estado de Israel en 1948, el antisemitismo se amalgamó con una narrativa de resistencia anticolonial. La causa palestina, absolutamente legítima en su reclamo de autodeterminación, fue instrumentalizada por diversos regímenes autoritarios que hallaron en el "enemigo sionista" una coartada para justificar su represión interna, su fracaso económico o su desvío autoritario. El conflicto israelo-palestino se convirtió en un significante flotante, donde las demandas nacionales se mezclaron con impulsos antisemitas larvados o explícitos. La geopolítica del odio encontró, allí, un nuevo escenario.
II. Topología contemporánea del antisemitismo: negacionismo, progresismo punitivo y redes sociales
El antisemitismo de hoy no se presenta como una reedición vulgar del pasado. Su sofisticación radica en su capacidad de camuflaje. En las redes sociales se expresa en forma de humor cínico, en teorías conspirativas que, bajo el ropaje del "despertar", reinstalan viejas imágenes del judío como titiritero global. En ciertos espacios del progresismo postcolonial, emerge una crítica maniquea a Israel que, en lugar de problematizar sus políticas específicas, lo presenta como una entidad esencialmente ilegítima. Lo problemático no es la crítica al gobierno israelí —necesaria y saludable en cualquier democracia— sino su transformación en un dispositivo de deslegitimación total.
Vivimos en una geopolítica de las emociones, donde la indignación moral sustituye a la complejidad analítica. En ese contexto, la causa palestina es reducida a una víctima absoluta y el Estado de Israel a un agresor ontológico. Esa asimetría moral esteriliza todo diálogo y fortalece las posiciones más extremas.
En este clima aparece el negacionismo posmoderno, que ya no niega frontalmente el Holocausto (aunque también persiste esa forma brutal), sino que lo trivializa. Las comparaciones banales entre Gaza y Auschwitz, entre Netanyahu y Hitler, constituyen una forma de profanación del sentido. Como si todo pudiese ser analogía, como si la historia no tuviera espesor ni singularidad.
El caso argentino: entre la impunidad estructural y la banalización retórica
Argentina, con su tradición de hospitalidad migratoria y pluralismo cultural, también carga con su propio expediente antisemitismo. Desde el nazismo criollo de los años treinta hasta la infiltración nazi posguerra y los discursos de derecha radical, el antisemitismo ha sido parte del subsuelo político nacional. Pero el punto de inflexión fue, sin dudas, el atentado a la AMIA en 1994. Una masacre planificada desde el extranjero, ejecutada con complicidad local y encubierta por los resortes del Estado.
La ausencia de justicia —a más de treinta años del atentado— es un símbolo de impunidad judicial, y de una crisis de soberanía democrática. Argentina no ha sabido —o no ha querido— blindarse institucionalmente del antisemitismo violento. El asesinato del fiscal Alberto Nisman, vinculado directamente a la causa AMIA, profundiza esa trama de sombras y desamparo.
En el plano discursivo, proliferan posturas políticas ambiguas o directamente cómplices. Algunas apelan a una neutralidad falsa, otras coquetean con las narrativas antisionistas radicalizadas. Las instituciones judías locales, como la DAIA o la AMIA, cumplen un rol fundamental, en el que luchan y resisten a la volatilidad política, la falta de voluntad y, en algunos casos, por lecturas que reducen el antisemitismo a un problema comunitario en lugar de considerarlo un síntoma estructural.
Complejidad, matices y coraje intelectual
En este escenario, surgen voces que desafían la lógica binaria. Daniela Nemirovsky lo sintetizó de forma magistral:
"Soy sionista y soy pro-Palestina. Quiero la convivencia pacífica y autodeterminación de ambos pueblos. Quiero que el pueblo palestino tenga su independencia y libertad, y esto no puede ser a costa de la destrucción de Israel. Quiero la liberación de todos los secuestrados. Quiero la rendición de Hamas. Y quiero el cese de fuego."
Esta afirmación es una invitación al pensamiento complejo, una forma de responsabilidad política que no abdica de la empatía ni de la lucidez. Reconocer el derecho de Palestina a existir y el de Israel a defenderse no es contradictorio: es moralmente necesario. Lo contrario es ceder al chantaje emocional de los extremos, donde la identidad se transforma en trinchera y la solidaridad en dogma.
Preguntas que no se rinden
¿Puede la humanidad desprenderse de sus mitologías sacrificiales? ¿Es posible una pedagogía de la diferencia que no derive en esencialismo ni en relativismo moral? ¿Será capaz el sistema internacional de articular una defensa simultánea del Estado de Derecho y de los derechos de los pueblos?
Quizá el antisemitismo no haya sido solo un odio, sino un espejo: el reflejo más crudo de nuestra dificultad para convivir con lo plural, lo ambivalente, lo irreductible. Superarlo, entonces, implica algo más que erradicar un prejuicio: exige repensar la forma misma en que organizamos la pertenencia, la nación, la memoria y la justicia. Y esa tarea, por supuesto, está lejos de haber terminado.
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