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Argentina como mano de obra barata: reforma laboral, geopolítica y subordinación en el nuevo orden global

Por Mila Zurbriggen Schaller

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La reforma laboral de Milei no puede entenderse sin el contexto geopolítico internacional. No es una anomalía local ni una obsesión ideológica aislada, sino una pieza funcional a la estrategia de Estados Unidos para reorganizar la economía global en su disputa abierta con China.

Desde la pandemia, Washington aceleró una política que ya venía gestándose: reducir la dependencia industrial de Asia, especialmente de China, y relocalizar parte de su producción en territorios más cercanos y políticamente alineados. A esta estrategia la llaman nearshoring o friendshoring.
El objetivo es claro: acortar cadenas de suministro, reducir riesgos geopolíticos y sostener la hegemonía económica estadounidense frente al avance chino.

En ese esquema, América Latina vuelve a ocupar un rol conocido. No como polo de desarrollo autónomo, sino como plataforma productiva subordinada. Proximidad geográfica, abundancia de recursos naturales y —sobre todo— mano de obra más barata que en los países centrales.

Estados Unidos no plantea esto en términos explícitos. Sus documentos oficiales hablan de “prosperidad compartida”, “integración hemisférica” y “resiliencia económica”, como en la Americas Partnership for Economic Prosperity (APEP) o en proyectos legislativos como la Americas Act. Sin embargo, cuando se analizan las condiciones reales de estos acuerdos, el patrón se repite: incentivos a la inversión atados a flexibilidad laboral, estabilidad jurídica para el capital y armonización regulatoria favorable a las empresas.

No se exige fortalecimiento salarial, ni derechos laborales, ni desarrollo industrial local. Lo que se busca es previsibilidad para el inversor y reducción de costos.

Argentina, bajo el gobierno de Milei, decidió alinearse de manera total con esa lógica.

La reforma laboral avanza exactamente en la dirección que reclama el capital transnacional:
abaratar el despido, debilitar los sindicatos, restringir el derecho a huelga, extender la jornada laboral y precarizar las condiciones de empleo. No se trata de generar empleo de calidad, sino de volver “competitivo” al trabajador argentino quitándole derechos.

Este proceso se complementa con el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI), que constituye uno de los esquemas más regresivos de la historia reciente. El RIGI ofrece estabilidad fiscal por 30 años, exenciones impositivas, libre disponibilidad de divisas y blindaje legal a grandes proyectos, principalmente en sectores extractivos como minería, energía e hidrocarburos.

Todo esto sin exigir transferencia tecnológica, encadenamientos productivos, generación de empleo formal ni desarrollo industrial nacional.
Es decir: beneficios extraordinarios para el capital, costos sociales para la población.

El mensaje es inequívoco. Argentina se presenta al mundo —y especialmente a Estados Unidos— como un territorio dócil: recursos naturales baratos, trabajo precarizado y un Estado que renuncia voluntariamente a regular.

Este modelo no es nuevo. Es una reedición del viejo esquema dependiente latinoamericano, actualizado al siglo XXI. Exportación de materias primas, inserción subordinada en cadenas globales de valor y disciplinamiento del movimiento obrero como condición para la rentabilidad externa.

La diferencia es que ahora se lo presenta como “libertad”, “modernización” y “racionalidad económica”.
Pero no hay nada moderno en precarizar el trabajo.
No hay libertad cuando el empleo pierde derechos.
Y no hay soberanía cuando las leyes se escriben para tranquilizar inversores extranjeros antes que para proteger a la sociedad.

La discusión de fondo no es únicamente laboral. Es profundamente política. Es una discusión sobre qué lugar quiere ocupar Argentina en el mundo.
Si aceptamos ser mano de obra barata en una guerra económica entre potencias, o si aspiramos a un proyecto de desarrollo con industria, trabajo digno y autonomía.

Milei eligió el primer camino sin debate, sin consenso y sin mandato social.
Y ese es el verdadero problema: no solo el contenido de la reforma, sino la renuncia explícita a cualquier proyecto nacional.

Frente a esto, la pregunta ya no es si la reforma laboral “funciona” o no.
La pregunta es para quién funciona.

Y la respuesta es clara: no para los trabajadores, no para el desarrollo argentino, no para la soberanía nacional. Funciona para un orden global que necesita territorios baratos y disciplinados para sostener su hegemonía.

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