"Ser joven en 2025", escrito por Sara García Martínez y publicado en el diario El País de Madrid.
La semana pasada comenzó a circular una carta titulada “Ser joven en 2025”, escrita por Sara García Martínez y publicada en el diario El País de Madrid. En ella, se expresa un sentimiento ampliamente compartido por la juventud actual: la angustia de crecer en un contexto atravesado por la incertidumbre.
Esta sensación invita a una reflexión inevitable: ¿por qué la juventud sigue siendo concebida como una etapa de vitalidad, crecimiento y éxito cuando, en realidad, los jóvenes se desarrollan en un entorno de precarización constante, no solo laboral, sino también emocional y social? ¿Por qué seguimos analizando a las juventudes con los parámetros del pasado, cuando sabemos que los desafíos cambian con el tiempo? Lo que para nuestros abuelos o padres representaba un futuro de posibilidades sólidas hoy se ha transformado en un escenario inestable, donde todo es líquido y mutable.
En este análisis entran en juego dos dimensiones fundamentales: una emocional y otra estructural. Desde una perspectiva sociológica, me centraré en los factores estructurales que condicionan el desarrollo de este colectivo social, sin dejar de reconocer la importancia de los aspectos afectivos en la construcción de las experiencias juveniles.
La multiplicidad de juventudes y el impacto de la crisis
Es fundamental comprender que no existe una única juventud, sino múltiples juventudes, cada una atravesada por condiciones sociales, económicas, culturales y geográficas particulares. Ser joven no es una experiencia homogénea: la clase social, el género, la etnia, el acceso a la educación y al empleo son variables que configuran realidades juveniles profundamente dispares.
Desde esta mirada, las juventudes deben entenderse como una categoría en constante construcción, moldeada por los cambios históricos y estructurales de cada sociedad. Sin embargo, en el caso argentino, la precariedad y la incertidumbre afectan a una cantidad cada vez mayor de jóvenes, producto de un contexto económico inestable, un mercado laboral que expulsa más de lo que integra y un Estado cuya respuesta ha sido limitada y parcial ante la complejidad de este grupo social. Como resultado, las demandas juveniles rara vez logran ser atendidas eficazmente.
Frente a este panorama, el impacto de la crisis no es igual para todos. Si bien la inestabilidad es una constante, la clase social sigue marcando profundas diferencias.
Por un lado, los jóvenes de sectores privilegiados enfrentan la transición a la adultez con un abanico de oportunidades. Quienes terminan el secundario pueden acceder a educación superior sin que esto implique una amenaza a su estabilidad económica, y quienes cuentan con formación universitaria suelen encontrar alternativas, incluso en el exterior, para desarrollar sus carreras.
En contraste, aquellos con estudios universitarios pero sin capital social y económico suficiente enfrentan la paradoja de estar sobrecalificados para empleos mal remunerados y, al mismo tiempo, subempleados o directamente desempleados. La sobreeducación y la falta de oportunidades generan una frustración creciente en un sistema que no logra integrar a sus jóvenes de manera efectiva.
Pero el golpe más duro lo reciben los jóvenes de los sectores populares. Según datos del Monitor de Barrios Populares del Centro de Investigación Fund.ar, el 60% de las personas entre 15 y 29 años vive en condiciones de pobreza. En este segmento, la incertidumbre no es solo una sensación abstracta, sino una realidad material que determina sus posibilidades de vida. Para muchos, terminar el secundario es un desafío que choca con las urgencias del presente: la necesidad de trabajar desde edades tempranas para sostenerse a sí mismos y a sus familias los obliga a abandonar cualquier proyecto educativo a largo plazo. Sin redes de contención ni acceso a empleos formales, quedan atrapados en circuitos de informalidad y exclusión estructural.
Así, aunque la incertidumbre es una condición generalizada de la juventud actual, sus efectos no son los mismos para todos. Mientras algunos pueden amortiguar la precariedad gracias a su contexto familiar y sus redes de apoyo, otros quedan expuestos a una vulnerabilidad mucho más profunda. La crisis de estabilidad golpea a todas las juventudes, pero no todos tienen las mismas herramientas para afrontarla.
El dilema del futuro: pensar el mañana cuando la urgencia es el hoy
Frente a este escenario, surge un interrogante ineludible: ¿Cómo pueden los jóvenes proyectar un futuro cuando la urgencia los obliga a concentrarse únicamente en el presente?
En un contexto donde el acceso a derechos básicos se vuelve incierto, donde la educación ya no es garantía de movilidad social y donde el trabajo estable es una excepción más que una norma, el desafío no es solo pensar en las juventudes, sino pensar con ellas. La pregunta que queda abierta no es solo qué tipo de futuro pueden imaginar los jóvenes, sino qué tipo de sociedad estamos construyendo si ese futuro se vuelve inalcanzable para la mayoría.
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