Río de Janeiro: una topografía del miedo
Río no es solo una ciudad; es un laboratorio del desorden. Un mapa donde el Estado y el crimen organizado se superponen con la precisión de una radiografía: mismos territorios, idénticas lógicas de poder, instrumentos similares. La llamada Operación Contención, que dejó 132 muertos en las favelas de Penha y Alemão, no fue una irrupción extraordinaria sino la culminación de un ciclo predecible: cuando el Estado entra en los márgenes, lo hace con la gramática de la guerra.
La narrativa oficial —una ofensiva legítima contra el Comando Vermelho— se enfrenta a otra, más incómoda: la de una matanza que recuerda los rituales de violencia institucional de los noventa, cuando el terror se legitimaba en nombre del orden. Desde la masacre de Carandiru (1992) hasta Jacarezinho (2021), Brasil ha naturalizado el exterminio de los pobres como método de gobierno. La novedad no es la violencia, sino su escala y su silencio.
El enemigo interior: narco, Estado y legitimidad
El Comando Vermelho no es un simple grupo criminal. Es, en muchos sentidos, una estructura política paralela, producto de la descomposición del Estado brasileño. Su génesis en las cárceles de los setenta, bajo la dictadura militar, evidencia la ironía trágica: fue la represión la que incubó el germen del crimen organizado. Lo que comenzó como una alianza de presos comunes y militantes políticos, devino una red con códigos, jerarquías y un orden alternativo al estatal.
Hoy, esa estructura domina territorios, regula economías y administra justicia. Ante semejante poder fáctico, el Estado oscila entre dos tentaciones: cooptar o aniquilar. Pero el dilema es falaz, porque ambas estrategias comparten la misma raíz: el abandono sistemático de los márgenes. Cuando la policía entra a las favelas con helicópteros y fusiles, no combate el crimen: lo reactualiza bajo otro uniforme.
La política de la muerte
Achille Mbembe llamó necropolítica al poder que decide quién puede vivir y quién debe morir. En Brasil, esa decisión no es abstracta ni teórica: tiene dirección postal y color de piel. Las favelas son zonas donde la soberanía estatal se ejerce a través del exterminio. No hay política pública, hay campañas militares; no hay justicia social, hay operaciones de “contención”.
Lo que escandaliza del operativo de Penha y Alemão no es solo la magnitud de los muertos, sino la indiferencia que los rodea. Se exige investigación internacional, pero el debate interno parece anestesiado. En las redes, la polarización trivializa la tragedia: unos celebran el “golpe al narcotráfico”, otros denuncian un genocidio. Ambos discursos reducen la complejidad a un hashtag.
La hipocresía ideológica y la comodidad del silencio
Si esta matanza hubiera ocurrido bajo Jair Bolsonaro, las calles estarían encendidas. Los organismos internacionales habrían multiplicado sus comunicados, y los sectores progresistas reclamarían justicia. Pero ocurre bajo un gobierno de otro signo político, y el silencio se vuelve selectivo. La moral pública, tan ruidosa en unos casos, se vuelve muda en otros.
La violencia estatal no cambia de naturaleza por el color del partido que la ejecuta. Condenar el crimen —sea el de las pandillas o el de las fuerzas del orden— no debería tener bandera. Sin embargo, la política contemporánea parece haber renunciado a la coherencia ética: la indignación se activa por conveniencia, no por convicción.
La cultura del crimen como enemigo común
La mayoría de los muertos, según las autoridades, pertenecían a redes vinculadas al narcotráfico: hombres y adolescentes atrapados en la economía del delito, víctimas y victimarios de un sistema que los convierte en desechables. Esa cultura del crimen —que glorifica la violencia, la prostitución y el negocio de la muerte— ha logrado algo que ni la política ni la religión han conseguido: cohesionar comunidades enteras bajo su lógica.
El enemigo común de la humanidad no son las diferencias ideológicas, sino la industria global del crimen que devora vidas, recursos y futuros. Desde México hasta Sicilia, desde los Balcanes hasta las favelas de Río, el crimen organizado funciona como un poder paralelo transnacional, sostenido por la corrupción estatal, el consumo ilegal y la indiferencia moral. Combatirlo exige más que operativos: requiere una revolución ética y cultural.
Entre la legitimidad y la barbarie
El gobernador Cláudio Castro defendió la operación como un acto de “recuperación del territorio”, pero en la práctica reafirmó la vieja ecuación latinoamericana: autoridad sin legitimidad, orden sin justicia. Cada bala disparada en nombre de la ley debilita el propio Estado de derecho que dice proteger.
La ONU exige explicaciones, pero el Estado brasileño responde con tecnicismos. Y mientras los gobiernos discuten competencias, los cuerpos siguen amontonándose en las plazas. Los habitantes de Penha y Alemão, acostumbrados a sobrevivir entre dos fuegos, volvieron a cargar los muertos con camillas improvisadas. En su silencio, hay más dignidad que en todo el discurso político de Brasilia.
Epílogo: el eco de los disparos
Tal vez el verdadero fracaso no esté en la violencia, sino en nuestra capacidad de justificarla. Cuando la sociedad acepta el exterminio como rutina, el crimen ya ganó.
Brasil no necesita más balas ni más discursos, sino una catarsis moral. Una conciencia colectiva capaz de reconocer que no hay paz posible mientras la vida humana siga siendo materia descartable.
La pregunta que queda suspendida sobre los techos de las favelas no es quién tuvo la culpa, sino cuánto tiempo más podrá sobrevivir una democracia que mata para sostenerse.
¿Puede una sociedad edificar justicia sobre la tumba de sus márgenes? ¿O está condenada a repetir la violencia como un acto de fe política?
El futuro de Brasil —y acaso el de América Latina— dependerá de si aprendemos a distinguir entre seguridad y venganza, entre autoridad y autoritarismo, entre justicia y espectáculo.
Porque mientras la sangre siga siendo el idioma del orden, la civilización no habrá triunfado: apenas habrá cambiado de uniforme.

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