En diciembre de 2020, el Reino Unido y la Unión Europea alcanzaron un acuerdo post-Brexit que incluyó un punto clave para Londres: el control sobre sus aguas territoriales, incluyendo las que rodean las Islas Malvinas. El tratado consagró un esquema de licencias y cuotas para barcos comunitarios, pero dejó claro que el Reino Unido tendría la última palabra sobre quién pesca y dónde. Esto representa, para la Argentina, mucho más que una disputa ambiental: es una avanzada geopolítica enmascarada en legalidad internacional, una expresión moderna de conflicto que nos obliga a repensar los modos en que se ejerce la soberanía en el siglo XXI.
La defensa de los recursos naturales bajo un disfraz conservacionista ha comenzado a tomar formas cada vez más sofisticadas. La reciente prohibición del cultivo de salmones en Argentina (30 de junio de 2021), impulsada por organizaciones como Greenpeace, fue celebrada en medios internacionales como una victoria ambiental. Sin embargo, cuando se analiza el contexto geopolítico, la coincidencia temporal y las consecuencias prácticas de esta decisión, se vuelve inevitable ver una conexión con las estrategias de influencia indirecta que caracterizan a la guerra híbrida.
El concepto de “guerra híbrida” fue desarrollado por el analista militar estadounidense Frank Hoffman en su libro Conflict in the 21st Century: The Rise of Hybrid Wars (2007). Hoffman, ex oficial de los Marines y experto en estrategia del Centro para el Análisis Naval de EE.UU., escribió este ensayo en un contexto marcado por la guerra de Irak, el auge del terrorismo global y la necesidad de nuevas herramientas conceptuales para entender conflictos que no seguían las reglas convencionales. En su tesis, Hoffman define la guerra híbrida como una forma de conflicto donde se combinan herramientas militares convencionales con tácticas irregulares, guerra informativa, operaciones cibernéticas y presión económica o política, todo de forma simultánea y coordinada. El objetivo: erosionar la capacidad de reacción del adversario sin necesidad de una guerra declarada.
Aplicado a nuestro caso, el control británico de las aguas en torno a las Malvinas, ahora fortalecido por el acuerdo con la UE, configura un escenario de exclusión efectiva de Argentina en la explotación de recursos pesqueros en una zona que reclama como propia. A su vez, la legitimación de este control se ve complementada por movimientos no militares, como campañas ambientales de ONGs con sede en Londres o Bruselas, que actúan en el Sur Global con una supuesta neutralidad que pocas veces es tal. Greenpeace, por ejemplo, que tuvo un rol activo en la campaña contra la salmonicultura en Tierra del Fuego, es una organización con vínculos históricos con gobiernos europeos y con financiación extranjera significativa.
Argentina, al prohibir el cultivo de salmones, se desarma económicamente en una región con una fuerte presencia británica y una creciente militarización, mientras el Reino Unido explota sin contrapesos los recursos del Atlántico Sur. No se trata de defender la depredación ambiental, sino de comprender que las decisiones estratégicas deben balancear la sostenibilidad con la soberanía. Producir salmón en Tierra del Fuego no implicaba destruir el ecosistema, sino dar pelea económica en un tablero donde ya perdimos demasiadas veces por inacción o ingenuidad.
La guerra híbrida no es ciencia ficción ni teoría conspirativa. Es una forma moderna de dominación donde los actores estatales utilizan instrumentos no bélicos —como tratados comerciales, ONGs, financiamiento externo o regulación ambiental— para consolidar posiciones estratégicas. En este sentido, el acuerdo post-Brexit, que ratifica el control británico sobre zonas en disputa con Argentina, no es un hecho aislado. Es parte de una estrategia de largo plazo donde se combinan poder duro y blando, con el objetivo de cerrar el acceso de nuestro país a sus propios recursos.
Argentina necesita comprender esta lógica para responder en consecuencia. Debemos fortalecer nuestras capacidades científicas, productivas y diplomáticas para disputar el Atlántico Sur con inteligencia y decisión. No alcanza con declaraciones simbólicas: necesitamos políticas públicas que articulen defensa nacional con desarrollo económico. Recuperar Malvinas, en el siglo XXI, no será una operación militar, sino una batalla compleja donde el conocimiento, la producción y la soberanía están más entrelazadas que nunca.
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