Sin dudas una de las claves de la añorada “Argentina potencia” se encuentra en las posibilidades de ascenso social que ofrecía a todos los hombres del mundo que quieran habitar nuestro suelo, tal cual describe la Constitución Nacional.
Olas de inmigrantes que huían de las guerras mundiales de Europa encontraron paz, alimento y fundamentalmente trabajo, cosas que los conflictos bélicos habían reemplazado por terror, hambre, enfermedad y muerte.
Al igual que con el resto de las cosas que se mueven en los mercados, una economía en crecimiento demanda cada vez más recursos humanos para cubrir las necesidades de trabajo. El aumento en las solicitudes de empleo, combinados con viejas prácticas laborales que concentraban la distribución del ingreso en quienes más tenían, fueron las semillas que dieron lugar a la aparición de movimientos políticos tales como el radicalismo y el peronismo, que captaron el apoyo de una creciente clase media y otra enorme compuesta por los trabajadores de todos los rubros e industrias.
El modelo peronista basado en el proteccionismo hacia la propia producción, pleno empleo y salarios altos se valió de estructuras sindicales que organizaron los reclamos para que cada vez, los derechos de los trabajadores mejoren en pos de conseguir una distribución más equitativa de la riqueza.
Las mejoras en los ingresos de los trabajadores produjeron el tan ansiado efecto derrame pero al revés.
El trabajo mejor remunerado potenció al desarrollo de pequeñas y medianas empresas que veían la oportunidad de aumentar su producción, éstas a su vez, mejoraron los resultados de las grandes corporaciones proveedoras de insumos y productos industriales pesados.
La justicia social en aquellos tiempos tenía como metas mejorar la educación, la salud y las oportunidades laborales en todo el territorio nacional.
En resúmen, el país creció mientras que el Estado buscó distribuir oportunidades entre quienes menos las tenían, ya sea en cuanto a la formación, el bienestar físico y las posibilidades a acceder a un trabajo digno y bien remunerado, algo que se dió lugar a lo que se conoce como “la cultura del trabajo”.
Diversas circunstancias, geopolíticas y de política interna, sumados a los cambios en la matriz de generación de riqueza global, que pasaron de las materias primas a los productos elaborados de mayor valor agregado, afectaron los flujos monetarios de divisas, generando desajustes en las balanzas de pagos y de cambios que fueron solventados con deuda pública principalmente.
Lo demás es historia conocida y no es motivo de este análisis.
La peor consecuencia que esta sucesión desafortunada de hechos produjo fue la pérdida de poder adquisitivo del dinero local, en consecuencia del potencial de compra de los salarios que empezaron a correr muy por detrás de los aumentos en los precios de los bienes y servicios.
Procesos como este sucedieron una y otra vez a lo largo de los últimos setenta años, destruyendo una y otra vez el valor de los ingresos de los trabajadores socavando de a poco lo que había hecho de Argentina una potencia, las posibilidades de escalamiento social y el poder adquisitivo de los sueldos, destruyendo en cada crisis aquella cultura del trabajo.
Con el tiempo la acumulación de asimetrías, medidas en términos de pobreza e indigencia, dieron lugar a nuevas formas paliativas en formatos de subsidios y asistencia. cambiando la organización social, los espacios de representación y las demandas de muchas personas.
Bajo la doctrina que profesa que donde hay una necesidad hay un derecho, las necesidades y derechos han diluido las responsabilidades y obligaciones de las personas en la sociedad.
Los gremios y sindicatos, que antes defendieron los derechos de los trabajadores perdieron espacio representativo frente a las organizaciones sociales y las agrupaciones de izquierda que surgieron como expresión de las nuevas realidades.
Las reivindicaciones laborales han sido reemplazadas por comedores barriales, planes de asistencia alimentaria, subsidios de todo tipo o asignaciones familiares.
El debate por descubrir qué o quiénes han sido los responsables de semejante deterioro es esteril si no se define qué es lo que se debe hacer para cambiar esta matriz perversa de vagancia, limosna y carencia.
Los valores que llevaron a nuestro país a ser potencia ya no están. En su lugar, las políticas implementadas durante décadas han destruido nuestro activo más importante, la esperanza de progresar, de tener un auto y una casa propia fruto del esfuerzo de nuestro trabajo.
En Argentina muy pocos trabajadores pueden aspirar a comprarse un auto y mucho menos una casa, el desafío es llegar a fin de mes con las cuentas pagas, algo cada vez más difícil de lograr.
El Estado se ha convertido en el verdadero concentrador de la riqueza, esa que pretende distribuir y que con sus políticas ha terminado destruyendo.
No existe un modelo de estado rico sobredimensionado pues las necesidades crecientes de financiamiento de lo público compiten con la actividad privada. Esto produce desinversión que lleva a más desempleo y a menores salarios.
Los trabajadores terminan en actividades marginales, desempleados o engrosando la lista de empleados y contratados públicos, todo en perjuicio de sus ingresos, abonando más aún al concepto de pérdida de la cultura de trabajo.
El Estado debe estar presente para cuidar a que la mayoría de los argentinos tengamos oportunidades laborales y de desarrollo.
La cantidad de subsidios que reparte una nación, lejos de hablar bien del gobierno que los reparte, los descalifica como intermediarios en la gestión pública, pues han fracasado en brindar las condiciones de borde mínimas para que los argentinos podamos trabajar y crecer, como sucede en la mayoría de los países en los que la intervención de lo público se da en ese sentido.
Tal vez por todo esto, el empleo haya sido reemplazado por el subsidio, los sindicatos por las organizaciones sociales, el trabajo por el piquete, la responsabilidad por la queja y el sueldo por la limosna.
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