A lo largo de la historia, la soberanía ha sido entendida como la capacidad de decidir dentro y sobre el orden político. Carl Schmitt formula esta idea de manera decisiva al afirmar que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Teología Política, 1922, p.13), es decir, aquel que posee el poder de suspender la norma para preservar el orden. Giorgio Agamben retoma esta definición y la radicaliza: en la modernidad, sostiene, el estado de excepción deja de ser un evento extraordinario para convertirse en un paradigma permanente de gobierno. La soberanía, entonces, no solo se expresa en la norma, sino también —y sobre todo— en su interrupción.
Sin embargo, el escenario contemporáneo nos exige desplazar esta discusión hacia un nuevo territorio: el espacio digital. La vida social, afectiva y política se ha trasladado a plataformas donde la comunicación se encuentra mediada por algoritmos, flujos virales y lógicas de exposición constante. En este contexto, los aportes de Byung-Chul Han resultan fundamentales. Retomando la definición schmittiana, Han sostiene que hoy la soberanía se manifiesta en la capacidad de interrumpir, restablecer o controlar el flujo comunicativo dentro del “ruido absoluto” de las redes. Ese poder ya no reside únicamente en el Estado, sino que se fragmenta entre corporaciones tecnológicas, multitudes conectadas y mecanismos automatizados de vigilancia.
Poder soberano y el estado de excepción: de Schmitt a Agamben
Carl Schmitt (1888-1985), uno de los juristas y teóricos políticos más influyentes del siglo XX aunque también profundamente vinculado al nacionalsocialismo alemán, formula una concepción decisiva de la soberanía que marcará gran parte del pensamiento político contemporáneo. Su conocida definición, “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (Teología Política. 1922, p.13), establece que el poder soberano no se identifica simplemente con la autoridad que administra el orden jurídico cotidiano, sino con aquella instancia que puede suspender ese orden cuando se enfrenta a una situación extrema.
Para Schmitt, el estado de excepción no debe entenderse como una medida técnica ni como un decreto de emergencia, como podría ser un estado de sitio, sino como un concepto fundamental de la teoría del Estado, que permite identificar quién detenta el poder real. Tal como él mismo afirma:
“Aquí por ‘estado de excepción’ se entenderá un concepto general de la doctrina del Estado, no un decreto de necesidad cualquiera o un estado de sitio. Una razón sistemática lógico-jurídica hace del estado de excepción en sentido eminente la definición jurídica de la soberanía.” (Teología política. 1922, p.13.)
En esta perspectiva, el caso excepcional no puede ser anticipado ni regulado completamente por el derecho, ya que se trata de una situación límite que desborda cualquier previsión normativa. Frente a ese escenario, alguien debe decidir cómo actuar y si es necesario suspender la legalidad vigente para preservar la continuidad del orden político.
Ese que decide —quién puede situarse dentro del derecho para protegerlo, pero fuera de él para suspenderlo— es el soberano.
Agamben retoma la célebre definición de Schmitt para mostrar que la soberanía implica una posición paradójica: el soberano posee el poder legal de suspender la ley, lo que significa que la ley misma contiene la posibilidad de su propia suspensión. En este sentido, el estado de excepción no debe entenderse simplemente como una situación de crisis, sino como un espacio liminar en el que la ley deja de aplicarse sin desaparecer por completo. La norma queda “en pausa”, fuera de juego, pero sigue operando como referencia.
Así, cuando el derecho se suspende, no se lo anula: se crea un territorio ambiguo donde la ley se mantiene en suspensión, mientras el soberano continúa actuando en su nombre. Agamben lo formula de manera precisa cuando afirma que el estado de excepción es:
“Ese momento del derecho en el que se suspende el derecho precisamente para garantizar su continuidad e incluso su existencia. O también: la forma legal de lo que no puede tener forma legal, porque es incluido en la legalidad a través de su exclusión.” (Estado de excepción. Homo Sacer II, I. p.5.)
La tesis central de Agamben es que el estado de excepción, entendido como ese momento supuestamente provisorio en el cual se suspende el orden jurídico para enfrentar una situación extrema, se ha convertido en el paradigma permanente de gobierno en la modernidad. Es decir, lo que antes era una medida extraordinaria y temporal ahora tiende a funcionar como regla estructural de la política contemporánea.
Esta idea no surge sólo de Schmitt, sino que Agamben la retoma y desarrolla a partir de Walter Benjamin, especialmente de la octava tesis de filosofía de la historia, escrita poco antes de su muerte. Allí Benjamin afirma:
“La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla. Debemos llegar a un concepto de historia que corresponda a este hecho.”
Para Agamben, esta afirmación implica que la suspensión de la ley —que en teoría debería ser excepcional— se ha naturalizado hasta volverse el modo habitual en que el poder se ejerce sobre la vida. Así, la excepción deja de ser una interrupción del orden jurídico y pasa a convertirse en su forma normal de funcionamiento.
En síntesis, tanto Schmitt como Agamben nos permiten comprender que la soberanía no se define únicamente por la administración cotidiana de la ley, sino por la capacidad de suspenderla cuando se considera necesario. Si para Schmitt el soberano es quien decide sobre el estado de excepción, para Agamben dicho estado de excepción ya no aparece como un momento extraordinario, sino como la condición permanente bajo la cual se ejerce el poder en la modernidad. Vivimos, por tanto, en un espacio donde la ley puede ser suspendida sin dejar de operar, donde la vida queda expuesta a una gestión continua sin garantías jurídicas estables. Esto conduce a una consecuencia política decisiva: no se trata simplemente de buscar nuevas instituciones o formas de poder constituyente, sino como señala Agamben “...de interrumpir y desarticular el nexo entre violencia y derecho que sostiene este régimen de excepción normalizado.” (Estado de excepción. Homo Sacer II, I. p. 14-15.)
¿Cómo extrapolamos la soberanía a la era digital?
Si la excepción se ha vuelto regla, debemos preguntarnos cómo opera esta lógica en un ecosistema donde la vida pública está mediada por plataformas cuyo funcionamiento no es transparente ni democrático. La autoridad hoy ya no reside únicamente en instituciones estatales, sino también en los actores que administran el flujo de información: algoritmos, corporaciones tecnológicas y lógicas de viralización.
Byung-Chul Han describe este escenario a través de la figura del enjambre digital: individuos aislados que reaccionan, pero no actúan colectivamente. Sin un “nosotros”, sin alma común, la sociedad se convierte en un espacio de hipercomunicación donde la reflexión cede lugar a la impulsividad. El silencio —indispensable para la formación de un sujeto— desaparece bajo el ruido constante. Y en este entorno, la idea clásica de acción política se diluye.
La subjetividad contemporánea se vuelve cada vez más individualista, competitiva y sometida a la lógica de la exposición. La ilusión de libertad que ofrecen las redes oculta un sistema de vigilancia y extracción de datos que se sostiene gracias a nuestra participación voluntaria. Como advierte Han, el anonimato erosiona la responsabilidad: sin nombre, no hay promesa ni reconocimiento. Tampoco respeto.
El soberano en la era digital
Aquí la definición schmittiana se desplaza: el soberano ya no es quien suspende la ley, sino quién controla la atención. La excepción deja de ser un acto jurídico y pasa a ser un fenómeno comunicacional. Mientras en el Estado la suspensión de la norma es excepcional y visible, en lo digital la suspensión es constante, difusa e invisible. No hay reglas estables sobre qué puede circular y qué no: la frontera se negocia en tiempo real.
Este vacío normativo se vuelve evidente en ejemplos extremos: desde la circulación irrestricta de contenidos sensibles o violentos, hasta la posibilidad de transmitir en vivo una agresión o incluso un asesinato en tiempo real. En estos casos, el problema ya no es simplemente técnico —no se trata solo de plataformas que permiten o no ciertas acciones—, sino profundamente ético y político. Aparecen entonces preguntas ineludibles: ¿Qué entendemos hoy por libertad de expresión?, ¿Cuáles son los límites de lo decible y lo mostrable?, ¿Quién está legitimado para fijarlos y bajo qué criterios?
No obstante, es fundamental diferenciar estos dos planos. La cuestión de los límites morales de la expresión pertenece al terreno ético, donde la conducta individual se evalúa según la responsabilidad personal y el daño que puede generar. En cambio, el análisis que aquí nos interesa se sitúa en el plano político, donde lo central no es el individuo aislado, sino las formas de organización del poder, la producción de normas y la administración de la vida colectiva.
Como señala Fernando Savater ( 1992):
“En el terreno ético, la libertad del individuo se resuelve en acciones; mientras que en la política se trata de crear instituciones, leyes, formas duraderas de administración, mecanismos delicados que se estropean fácilmente o nunca funcionan del todo como uno esperaba.” (Política para Amador, p. 12)
En este sentido, el propósito de este ensayo no es discutir qué está bien o mal decir o mostrar —aunque ese problema atraviese constantemente la discusión—, sino analizar qué tipo de poder opera en el espacio digital. Se trata de comprender cómo se configuran los mecanismos de control, de silenciamiento y de visibilidad; quién puede amplificar una voz o hacerla desaparecer; y cómo estas dinámicas reconfiguran la noción moderna de soberanía. Lo ético remite a la responsabilidad individual y lo político remite a la estructura que define qué acciones son posibles. Es justamente esa estructura —hoy mediada por plataformas privadas que administran la atención, jerarquizan contenidos y moldean la circulación de discursos— la que constituye el verdadero terreno del conflicto.
La democracia contemporánea se enfrenta así a una tensión decisiva. Por un lado, la libertad de expresión se presenta como un principio fundante; por otro, su ejercicio irrestricto puede dar lugar a formas de violencia simbólica, desinformación y desintegración del tejido social. La ausencia de un criterio compartido sobre lo permitido y lo inadmisible abre un espacio donde la norma ya no está dada —debe disputarse constantemente dentro del propio flujo comunicacional.
Sin embargo, incluso en este contexto, la sociedad fuera de las redes sigue sosteniéndose sobre marcos morales y normativos relativamente estables: leyes, costumbres, valores y acuerdos implícitos regulan la convivencia y fijan distinciones claras entre lo aceptable y lo intolerable. Es decir: sabemos todavía, al menos en principio, qué está bien y qué está mal.
En el entorno digital, en cambio, esos límites se vuelven difusos. No existe un código compartido que ordene la circulación de discursos, imágenes o violencias. Más aún: allí los límites no son definidos colectivamente, sino privadamente, por los actores que controlan las plataformas y sus algoritmos. Si en la modernidad el soberano suspendía la ley, hoy el soberano es quien define lo visible y lo invisible, lo amplificable y lo silenciable.
Esto se vuelve evidente en el caso de la suspensión y posterior regreso de Donald Trump a X (antes Twitter). Su expulsión de la plataforma había sido justificada bajo el argumento de evitar la propagación de discursos de odio y desinformación. Sin embargo, con la llegada de Elon Musk (empresario con afinidades directas con Trump) la medida fue revertida. El retorno del expresidente vino acompañado nuevamente de mensajes que amplificaron narrativas falsas y teorías conspirativas. Aquí surge la pregunta central: ¿Quién fija la vara de lo decible cuando los reguladores no son instituciones democráticas, sino individuos o corporaciones?
Si la soberanía digital se define por el control del flujo comunicacional, entonces el poder deja de estar en manos del Estado para concentrarse en plataformas privadas que no rinden cuentas ante la ciudadanía. La excepción ya no es una decisión pública y justificada, sino un acto opaco, decidido desde intereses particulares, afinidades políticas o lógicas de mercado.
Las shitstorms como nuevo estado de excepción permanente
En un entorno donde la atención funciona como capital político, los fenómenos que interrumpen o reorientan ese flujo se convierten en nuevas formas de excepción. Entre ellos, las shitstorms —torbellinos de indignación colectiva instantánea— operan como mecanismos de suspensión de la norma deliberativa. No requieren institución, procedimiento ni fundamento jurídico. Son poder sin responsabilidad.
Una shitstorm puede arruinar reputaciones, cancelar voces u organizar linchamientos simbólicos. En la mayoría de los casos, su efecto es irreversible. Funcionan como estados de excepción digitales porque suspenden momentáneamente la posibilidad de debate racional y sustituyen la argumentación por la reacción emocional.
Siguiendo esta lógica, Han reformula la tesis de Schmitt:
“Soberano es quien dispone sobre las shitstorms de la red.”
El soberano ya no controla la ley, sino la atención. Y quien administra la arquitectura algorítmica —es decir, las plataformas— ejerce un poder más decisivo que cualquier institución estatal en el terreno de la circulación discursiva.
La shitstorm revela que la excepción ya no es extraordinaria: es la norma del ecosistema digital.
Adentrándonos en el enjambre
Llegados a este punto, si aceptamos que las shitstorms funcionan como el nuevo estado de excepción permanente en la era digital, y que el soberano ya no es quien dicta normas jurídicas sino quién controla la atención, la capacidad de hacer callar el ruido y generar silencio, entonces la pregunta inevitable es: ¿Cómo se constituye ese poder? ¿Qué condiciones permiten que ciertos actores puedan desencadenar, amplificar o sofocar estas dinámicas?
La respuesta no reside únicamente en las personas, sino en las estructuras propias de las plataformas. Las redes sociales no son simples espacios neutrales de intercambio; están diseñadas para maximizar la reacción, no la reflexión. Su arquitectura prioriza la emoción inmediata por sobre el argumento, y en ese terreno la indignación y el rechazo circulan con mayor velocidad que el debate racional. Allí donde falta tiempo para pensar, crece la posibilidad de señalar, cancelar y expulsar.
En este escenario, la erosión del respeto —que Byung-Chul Han entiende como la distancia que permite reconocer al otro como otro— resulta central. Cuando esa distancia desaparece, el otro deja de ser un interlocutor posible y se convierte en un adversario o incluso en un objeto descartable. La comunicación basada en la agresividad y la sospecha produce sujetos cada vez menos tolerantes y más reactivos. Y, a medida que se profundiza esta lógica, no solo se vuelve más fácil hacer callar a alguien, sino también justificar ese silenciamiento.
Surgen entonces preguntas inquietantes; ¿Qué ocurre cuando esa violencia simbólica se traslada fuera de la pantalla? ¿Qué tipo de vínculos construyen quienes crecen en entornos donde la descalificación es la norma? ¿Qué tejido social resulta de vínculos atravesados por la competencia, la exposición permanente y la desconfianza?
Sabemos además que las redes refuerzan nuestros sesgos de confirmación. La arquitectura algorítmica promueve lo que la teoría social denomina activación selectiva del contenido: vemos aquello con lo que ya estamos de acuerdo. Se conforman así burbujas identitarias que refuerzan certezas y dificultan el encuentro con la diferencia. Cada quien termina habitando un micro-mundo construido a su medida, donde cualquier pensamiento disonante se percibe como amenaza.
Este fenómeno adquiere especial relevancia en el contexto actual de reafirmación global de discursos autoritarios y nacionalistas, que encuentran en las redes sociales un terreno fértil para expandirse: espacios donde la polarización se intensifica, el adversario se demoniza y la complejidad se reemplaza por consignas emotivas.
Entonces la pregunta que queda flotando es profundamente política: Si nuestras subjetividades son formadas en entornos de no-tolerancia, no-respeto y escasa empatía, si las redes moldean identidades cada vez más aisladas, individualistas y defensivas, ¿Qué capacidad tendremos para construir proyectos colectivos? ¿Podrá existir algo semejante a la solidaridad si la experiencia cotidiana es la de competir por visibilidad? Y aún más: si algún día quisiéramos rebelarnos contra estas lógicas, ¿con qué lazo afectivo y social contaríamos para hacerlo?
Porque la paradoja es inquietante: Necesitamos al otro para transformar el mundo, pero las redes nos enseñan a temerlo, atacarlo o descartarlo.
Y si —como señalé al comienzo— el soberano hoy es quien administra la atención, la verdadera disputa contemporánea no es solo por la libertad de expresión, sino por la capacidad de reconstruir las condiciones que hacen posible la conversación, el reconocimiento y la vida en común.
Entonces...
La tecnología irrumpió en nuestras vidas con una velocidad que aún no logramos procesar ni regular del todo; estamos aprendiendo mientras caminamos. Y en ese tránsito, no quiero perder la fe en las personas ni en la posibilidad de una solidaridad colectiva.
Creo que la respuesta comienza en el plano individual: desarrollar herramientas para discernir, cuestionar y no quedar capturados por el “soberano” digital de turno. Poder identificar fuentes confiables, debatir sin anular al otro y sostener una actitud crítica es, hoy más que nunca, un acto político. Incluso detrás de una pantalla, la conversación puede ser humana, respetuosa y transformadora. La política, cuando se entiende en su sentido profundo, es eso: participación, construcción conjunta, posibilidad de cambio.
Sin embargo, vivimos un tiempo en el que se ha vuelto común desvincular lo político de la vida cotidiana. Como dice Savater (1992): “En mi época se daba por supuesto que ser bueno políticamente le daba a uno licencia para desentenderse de lo moral de cada día. Ahora parece aceptado que con intentar portarse éticamente en lo privado ya se hace bastante y no hay por qué preocuparse de lo político.” (Política para Amador p.14) Ninguna de estas dos actitudes, dice, es sensata. Y coincido. La ética sin política se vuelve pura intención; la política sin ética, puro dominio.
Quizás el desafío (y también la esperanza) sea volver a unir ambas dimensiones. Reconocer que lo que hacemos, elegimos, consumimos y compartimos en los espacios digitales no es neutro. Que la soberanía ya no reside sólo en instituciones ni en figuras de autoridad, sino también en los vínculos que establecemos y en la forma en que intervenimos en lo público, aunque ese “público” sea una pantalla.
Al fin y al cabo, uno hace el cambio. Y la política, incluso en la era digital, sigue siendo la herramienta para imaginar y construir un mundo común.

Comentarios