Agentes de policía kenianos, que forman parte de una misión internacional de seguridad, el año pasado en Puerto Príncipe, Haití. La misión ha sido en gran medida ineficaz para frenar la violencia de las pandillas en el país.Credit...Adriana Zehbrauska
La propuesta reciente de Estados Unidos y Panamá de conformar una “fuerza de supresión de pandillas” en Haití —un contingente de hasta 5.550 efectivos con facultades militares y letales— parece, más que una innovación estratégica, la repetición de una vieja melodía en el pentagrama de la geopolítica caribeña. Detrás de la retórica de la urgencia y del humanitarismo late la pulsión de un intervencionismo que Haití conoce de memoria: el lenguaje de las botas extranjeras sobre un suelo exhausto.
El fracaso parcial de la misión multinacional encabezada por Kenia ha servido como catalizador para justificar esta nueva iniciativa. Sin embargo, conviene subrayar que la “ineficacia” de esa misión no radica únicamente en la falta de capacidades tácticas o de recursos logísticos. El problema es más profundo y sistémico: Haití, en su condición de laboratorio involuntario del orden internacional, ha sido condenado una y otra vez a depender de soluciones exógenas que, lejos de fortalecer su institucionalidad, la debilitan, creando un círculo vicioso de dependencia, precariedad y deslegitimación.

Una lectura geopolítica
El Caribe ha sido históricamente un tablero de ensayo para la política exterior estadounidense. La ocupación militar de Haití entre 1915 y 1934 marcó un precedente: casi dos décadas de control directo bajo el argumento de “restaurar el orden”, pero con la consecuencia de implantar un sistema político moldeado para la conveniencia externa. Años después, las sucesivas misiones de Naciones Unidas —incluido el tristemente célebre episodio del cólera introducido por cascos azules— reforzaron la narrativa de un Estado incapaz de sostenerse sin tutores internacionales.
Hoy, el plan de Washington y Panamá revive esa lógica. Una fuerza con capacidades letales, con dirección estratégica compartida entre potencias foráneas, difícilmente pueda ser percibida como neutral o como una herramienta de emancipación haitiana. Más bien corre el riesgo de ser interpretada como una “subrogación de soberanía” disfrazada de operación de seguridad. Rusia y China lo señalan con cinismo, pero no sin razón: la fractura haitiana ha sido amplificada por la injerencia internacional, no mitigada.
La seguridad y la ingobernabilidad estructural
La narrativa oficial enfatiza la “supresión de pandillas” como si estas fueran un fenómeno aislado, desconectado del colapso institucional y de la pobreza estructural. Sin embargo, las pandillas haitianas no son un cuerpo extraño injertado sobre un organismo sano; son la cristalización violenta de un Estado desmoronado y de una economía política del despojo. Su poder no proviene únicamente de las armas, sino de la ausencia de alternativas sociales, económicas y políticas para vastos sectores de la población.
Pretender que una fuerza internacional, por más robusta y letal, podrá erradicar el fenómeno sin atender las raíces estructurales —desigualdad, clientelismo, corrupción y la erosión histórica del Estado— equivale a tratar una enfermedad crónica con un analgésico de acción rápida.
La dimensión internacional: ¿paz negativa o construcción de futuro?
La propuesta estadounidense podría, en el mejor de los casos, restaurar una “paz negativa”, entendida como ausencia temporal de violencia armada. Pero la pregunta crucial es si Haití necesita otra misión militarizada o un verdadero proceso de reconstrucción institucional que parta de la autonomía haitiana y no de la imposición externa.
El Consejo de Seguridad de la ONU, atrapado en el ajedrez de vetos cruzados, difícilmente alcance consenso. Y quizá ese bloqueo, tan criticado, no sea solo un obstáculo, sino también una oportunidad: una pausa que obligue a repensar el paradigma de intervención, a escuchar voces haitianas y a reconocer que la seguridad no puede reducirse al exterminio de pandillas, sino que debe incluir educación, salud, infraestructura y, sobre todo, soberanía efectiva.
La imaginación política
Haití vuelve a estar en el epicentro de una disputa global que revela más sobre el orden internacional que sobre la isla misma. ¿Será otra vez escenario de un “protectorado de facto” bajo nuevos nombres y banderas, o podrá emerger un camino distinto? La historia del país, primera república negra independiente del mundo, nos recuerda que la emancipación puede brotar aun en contextos de adversidad extrema.
El desafío no es suprimir pandillas con fusiles más sofisticados, sino concebir un horizonte político en el que Haití deje de ser un paciente eterno de terapias de urgencia extranjeras. El verdadero interrogante, incómodo pero inevitable, es este: ¿estamos condenados a reciclar viejas fórmulas de ocupación bajo ropajes de “misiones internacionales”, o seremos capaces de imaginar un nuevo modelo de acompañamiento que respete la dignidad y la soberanía haitiana? La respuesta marcará no solo el futuro de Haití, sino también la credibilidad ética de la gobernanza global en el siglo XXI.
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