Hay una expresión árabe que dice “el pan es vida”, y otra judía que proclama que “sin harina no hay Torá”. Ambas, desde cosmovisiones distintas, entienden lo mismo: el hambre no es un asunto colateral, ni un daño colateral, ni siquiera un síntoma —es el núcleo invisible del poder. El hambre no habla. Grita. No mata por decreto. Desgasta. El hambre no tiene ideología, pero siempre tiene autoría. Y aunque suele pensarse en términos logísticos o humanitarios, en verdad es una herramienta geopolítica sofisticada, brutal y cínicamente efectiva. No hay mayor forma de dominación que decidir quién come y quién no.
Hoy, en Gaza, como antes en Yemen, Siria, Sudán del Sur o Ucrania, el hambre no es una consecuencia inevitable de la guerra. Es su lenguaje más oscuro. Lo que escapa a las cámaras y a los algoritmos. Mientras los expertos discuten si lo que ocurre allí configura un genocidio en los términos del Derecho Internacional —con mayúsculas temblorosas y definiciones litigables—, una población entera experimenta lo inconfesable: la inanición como política.
Pero, cuidado: este no es un texto para absolver ni condenar unilateralmente. Porque si hay algo más peligroso que un misil, es una idea pobremente pensada. Ni Israel es el Leviatán impune que muchos construyen en sus fervores activistas, ni Hamás es simplemente un movimiento de liberación en clave romántica. Ambos, en sus maneras opuestas, han subordinado la vida humana a una lógica de poder que instrumentaliza la vulnerabilidad como moneda.
Y en el medio, está el hambre. El verdadero rehén.
Hambre como dispositivo de guerra
En teoría, el hambre no tiene color político. En la práctica, sí. La seguridad alimentaria —o su ausencia— se ha transformado en una de las formas más arteras de gobernabilidad indirecta del siglo XXI. El historiador Timothy Snyder advierte que los regímenes totalitarios del siglo XX no sólo exterminaron cuerpos, sino que lo hicieron a través del control de los suministros: Stalin hambriento al Holodomor, los nazis al gueto de Varsovia, los jemeres rojos a su propio pueblo.
Lo que diferencia a la guerra moderna de sus predecesoras no es la cantidad de fuego cruzado, sino la sofisticación con que se administra el sufrimiento civil. Las rutas de ayuda humanitaria son negociadas como si fueran pasos fronterizos entre dos potencias; los corredores de alimentos se pactan y se suspenden con la misma frialdad con que se trazan las líneas de fuego. Gaza no escapa a esta lógica. De hecho, la expone con una crudeza que incomoda a los espectadores internacionales.
Israel, al intentar quebrar la capacidad operativa de Hamás, ha intervenido los mecanismos de distribución alimentaria. No es nuevo: en Irak, durante los años ’90, las sanciones de la ONU se tradujeron en mortalidad infantil masiva, y nadie fue juzgado por ello. En Yemen, la coalición liderada por Arabia Saudita —con el aval silencioso de Occidente— asedió puertos, destruyó cultivos y generó una crisis humanitaria sin precedentes. El patrón se repite: la desnutrición es la guerra por otros medios.
Pero reducir esta realidad al binomio simplista de “culpables e inocentes” es tan ciego como inmoral. Porque también Hamás, al ocultarse entre civiles, al construir su poder desde los túneles que atraviesan el subsuelo de los campos de refugiados, expone deliberadamente a su propia población al riesgo del hambre. ¿Puede un gobierno que administra la escasez con fines estratégicos ser considerado meramente víctima? ¿Puede un actor que sacrifica el estómago de su pueblo en nombre de la resistencia seguir siendo llamado “representativo”?
Derecho internacional, hipocresía estructural y el doble estándar
La discusión jurídica sobre si hay o no genocidio se ha convertido en un carnaval de hipocresías. El término, tan específico en su origen (la aniquilación sistemática de un grupo por su sola identidad), ha sido reciclado con tanta ligereza que corre el riesgo de perder su potencia normativa. Como bien señala Bret Stephens en el texto citado, si el objetivo de Israel fuese efectivamente el exterminio de los palestinos “como tales”, la devastación habría sido mucho más meticulosa, más rápida y más irreversible. El hecho de que eso no haya ocurrido, aunque no absuelve las prácticas de guerra, sí invita a una cautela semántica que la mayoría de los analistas prefiere evitar, por miedo a parecer “blandos”.
¿Pero qué dice esa cautela sobre nuestra incapacidad para procesar la complejidad? ¿Por qué una crítica lúcida a Hamás se percibe como complicidad con el “sionismo asesino”? ¿Por qué una crítica legítima a Israel es inmediatamente asociada al antisemitismo?
La política internacional, al igual que el hambre, no es binaria. Está hecha de grises dolorosos. Y en ese gris, habitan niños deshidratados, madres que intercambian joyas por harina, hospitales que alimentan a pacientes con arroz racionado. Mientras los líderes del mundo pronuncian discursos solemnes en cumbres y foros multilaterales, los cuerpos se afinan, los ojos se apagan, la vida se encoge.
Entre la geopolítica del cinismo y la diplomacia del vacío
Es imposible hablar del hambre sin hablar del sistema internacional. La arquitectura del orden mundial, erigida sobre los escombros de la Segunda Guerra, prometía un “nunca más” tan noble como frágil. Pero el Consejo de Seguridad se ha vuelto rehén de sus miembros permanentes; el derecho humanitario, un artefacto retórico que se activa según conveniencias. En Gaza, como antes en Siria o Darfur, las agencias de la ONU funcionan con presupuestos raquíticos, bloqueadas por burocracias absurdas y neutralizadas por vetos diplomáticos.
Estados Unidos, la Unión Europea, Irán, Rusia, Turquía, Egipto: todos juegan su partida. Pero pocos —muy pocos— han puesto en el centro de su estrategia la prioridad de alimentar a los vivos. Porque, al fin y al cabo, el hambre no cotiza en las bolsas, no ocupa titulares más allá del morbo episódico, y no moviliza votos en elecciones lejanas.
Pero el precio se paga igual. Una generación entera crece sin acceso regular a alimentos, sin proteínas, sin hierro, sin zinc. ¿Qué tipo de sujetos políticos estamos incubando bajo estas condiciones de precariedad fisiológica? ¿Cómo exigir ciudadanía a quienes solo han conocido la lógica del racionamiento?
El estómago como territorio de disputa
El hambre no es una metáfora. Es un campo de batalla. Y como tal, exige una mirada que rompa con la estética del horror para abordar su lógica estructural. Porque lo que ocurre en Gaza —como en tantos otros escenarios— no es únicamente una tragedia humanitaria: es un síntoma del colapso moral de un sistema internacional incapaz de proteger el derecho básico a alimentarse.
Podemos debatir ad infinitum si hay o no genocidio. Pero esa discusión, legítima y necesaria, no debe anestesiar otra más urgente: ¿cómo hemos permitido que la política del hambre se vuelva rutina? ¿Qué nos dice eso sobre el tipo de mundo que estamos habitando y legitimando? ¿Y qué clase de futuro puede construirse sobre la desnutrición crónica de poblaciones enteras?
La historia no absuelve a los neutrales del dolor. Tampoco a los cínicos que ven en la escasez una oportunidad táctica. Queda, entonces, la posibilidad de una diplomacia que no solo firme tratados, sino que garantice calorías. Una geopolítica del cuidado que reemplace la gestión del daño por la protección de la vida.
Porque mientras discutimos semánticas, alguien allá afuera se duerme con hambre. Y eso, más allá de toda ideología, es el fracaso más inexcusable de nuestra civilización.
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