Jean Mary Kesner para Poder & Dinero y FinGurú
Los niños, los jóvenes, las mujeres y los hombres que la guerra, la miseria o la represión política han arrancado de su tierra natal no desaparecen en el silencio, aunque nuestras sociedades a menudo prefieran no verlos ni escucharlos. Su partida no es una decisión ligera: es una ruptura, casi siempre forzada, frente a la imposibilidad de sobrevivir o de vivir con dignidad en su país de origen.
Hoy, miles de personas centroamericanas huyen de la violencia criminal o del colapso institucional; familias venezolanas abandonan un país devastado por la hiperinflación, la inseguridad y la pérdida de derechos; y hombres y mujeres haitianos, empujados por la inseguridad extrema y la descomposición estatal, cruzan fronteras a pie, muchas veces sin documentos ni protección. Todas estas migraciones tienen una raíz común: el fracaso de sus Estados en garantizar las condiciones mínimas de vida digna.
La migración, en estos contextos, no es un acto voluntario ni una búsqueda de bienestar. Es la consecuencia de desequilibrios profundos, de violencias estructurales, del colapso de sistemas sociales, económicos o institucionales. Quienes emprenden ese camino no lo hacen por lujo ni por ambición, sino por necesidad. Buscan un refugio, un espacio donde la vida sea posible.
El reflejo de nuestras contradicciones
En un mundo cada vez más marcado por el miedo, el nacionalismo y los discursos de exclusión, estas trayectorias humanas son recibidas con hostilidad, sospecha e incluso desprecio. Se reduce a las personas migrantes a cifras, se las encierra en centros de detención, se las nombra como “problemas”, se las empuja al margen. Pero su sola presencia cuestiona nuestras certezas, pone en evidencia nuestras contradicciones y revela el debilitamiento de los valores democráticos y humanistas que decimos defender.
Como advertía Abdelmalek Sayad, sociólogo de la migración, el inmigrante carga con una doble penalización: es juzgado tanto por salir de su país como por atreverse a entrar en otro. “El inmigrante es siempre culpable”, decía, porque su sola existencia revela una relación colonial no resuelta entre los países del norte y los del sur, entre los que deciden y los que huyen. Su presencia interpela, incomoda, recuerda que el orden mundial está construido sobre desigualdades estructurales.
Cerrar las fronteras a quienes huyen del hambre, de la persecución o de la muerte no es un simple acto administrativo: es una decisión moral, con profundas consecuencias. Cada rechazo, cada expulsión, cada humillación pública representa una traición a los principios fundamentales de la dignidad humana.
Una prueba de nuestra humanidad
La verdadera pregunta no es cómo frenar los flujos migratorios, sino cómo responder a ellos sin renunciar a nuestra humanidad. La responsabilidad de los Estados, de las instituciones internacionales y de las sociedades no puede seguir siendo esquivada. No se trata de idealizar la migración ni de negar sus desafíos, sino de preguntarnos: ¿qué tipo de sociedad construimos cuando nuestra respuesta a la desesperación es el rechazo?
La historia no recordará cuántos muros se levantaron ni qué tan eficientes fueron los controles fronterizos. Nos juzgará por nuestra capacidad o por nuestra falta de coraje para reconocer en el otro, en el desplazado, en el extranjero sin papeles, a un ser humano con derechos, con dignidad, con sueños.
La migración no es una amenaza. Es una prueba. Una prueba moral, política y civilizatoria. Un espejo que refleja no solo las fallas de nuestro mundo, sino también las decisiones que tomamos frente al sufrimiento del otro.
Kesner Jean Mary
Politólogo | Autor del libro «Migración haitiana en Rosario: Expectativa vs. Realidad» | Investigador | Especialista en Administración Pública y Migraciones |
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