El absolutismo de lo popular
El siglo XXI, al parecer, no es la era del fin de la historia, sino del reciclaje sofisticado de los regímenes iliberales bajo formas estilizadas y legitimadas por las urnas. Nayib Bukele, presidente de El Salvador, no es un dictador al estilo clásico: no viste uniforme militar, no censura en nombre del Estado, ni dispara contra multitudes desde balcones. Su estética es digital, su léxico es milenial, y su legitimidad brota, al menos formalmente, del voto popular. Sin embargo, el andamiaje institucional que está construyendo emula con peligrosa precisión a las autocracias más estructuradas del planeta.
Bukele no es una anomalía regional. Es la expresión más acabada de una tendencia global que se alimenta del hartazgo democrático y del vacío institucional. Lo que se presenta como innovación política es, en esencia, una restauración del poder unipersonal por otros medios. Su reciente reforma constitucional —que elimina la segunda vuelta electoral, amplía los mandatos presidenciales y habilita la reelección indefinida— consuma un giro regresivo que trasciende lo coyuntural: es la consagración de un régimen sin contrapesos, de un poder que no reconoce límites más allá de sí mismo.
Del bonapartismo digital al cesarismo centroamericano
El modelo Bukele es un laboratorio de cesarismo adaptado a la era del algoritmo. Su autoritarismo no necesita tanques, sino trending topics. Ha logrado gobernar bajo estado de excepción por más de dos años, suspendiendo derechos constitucionales con una naturalidad escalofriante, mientras mantiene un índice de aprobación cercano al 90%. Como Vladimir Putin en Rusia o Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, su legitimidad se sustenta en una narrativa de “orden restaurado”, en una pulsión mesiánica por salvar a la nación de sus demonios internos: en este caso, las maras.
Pero hay una diferencia clave: Bukele no heredó una estructura de partido ni ascendió desde las ruinas del sistema. La construyó desde una promesa antipolítica, desplazando a las élites tradicionales con una campaña disruptiva que devino hegemonía institucional. Hoy, controla el Congreso, la Corte Suprema, la Fiscalía y la narrativa pública. La república de El Salvador es, en rigor, un partido-Estado.
El espejo de Ortega y el reflejo de Putin
La comparación con Nicaragua y Venezuela ya no es un recurso hiperbólico, sino una constatación empírica. Como Daniel Ortega, Bukele removió a la Corte Suprema con una purga institucional; como Nicolás Maduro, reconfiguró el mapa legislativo en función de cálculos partidarios; como Putin, reformó la Constitución para eternizarse en el poder bajo ropajes democráticos.
Esta transfiguración autoritaria, sin embargo, se produce con una diferencia estilística: Bukele no recurre a discursos antiimperialistas ni a doctrinas bolivarianas. Su retórica es neoliberal en lo económico, punitivista en lo social y tecnocrática en la forma. Ha sabido coquetear tanto con Donald Trump como con Javier Milei, conformando un nuevo eje global de derecha iliberal con retórica antiprogresista y pulsión autoritaria.
El resultado es un híbrido inédito: un autoritarismo cool, instagrameable, validado por influencers, amplificado por bots y abrazado por sectores sociales que ven en él no un déspota, sino un salvador.
Entre la democracia plebiscitaria y el Estado de excepción permanente
La paradoja más inquietante del caso Bukele es que, hasta ahora, todo ha sido legal. Las reformas fueron aprobadas por el Congreso, las elecciones se celebran con regularidad y las instituciones funcionan… bajo su férula. Lo que se ha erosionado no es la legalidad formal, sino la arquitectura misma del constitucionalismo liberal: la alternancia, el equilibrio de poderes, los derechos individuales.
Bukele encarna lo que Carl Schmitt llamaba “soberanía por decisión”: un líder que concentra el poder en nombre de una emergencia (en este caso, la seguridad), legitimado por una masa que lo adora y dispuesto a reconfigurar el orden jurídico según las exigencias del momento. Es el Estado de excepción convertido en norma, el populismo securitario como praxis de gobierno.
Las prisiones masivas, la censura de facto a medios como El Faro, el exilio forzado de ONGs como Cristosal y la militarización del discurso público completan un escenario de “dictadura de la eficiencia” que inquieta incluso a las democracias más estables. Porque si el éxito justifica la concentración de poder, ¿cuánto vale entonces la democracia?
Bukele, Milei y la tentación del autoritarismo funcional
El entusiasmo de Javier Milei hacia Bukele no es trivial. Su presencia en la asunción del segundo mandato del salvadoreño, y su progresiva transformación discursiva —de liberal clásico a alt-right trumpista— revelan un corrimiento ideológico con consecuencias estructurales.
Como muestra un reciente estudio encargado por su asesor Santiago Caputo, hay sectores de la población dispuestos a renunciar a la democracia a cambio de estabilidad económica. Esa pregunta, que parecía impensable hace dos décadas, hoy encuentra eco en líderes que presentan al orden autoritario como única vía para superar el caos.
La sintonía Bukele-Milei-Bolsonaro-Trump no es un fenómeno aislado: es una red informal de poder que comparte métodos, símbolos, algoritmos y enemigos comunes. En ese ecosistema, los derechos humanos son una molestia, el periodismo crítico una amenaza, y las instituciones independientes, una excentricidad del pasado.
Entre la lucidez incómoda y la esperanza lúcida
¿Es Nayib Bukele un dictador moderno? La respuesta más honesta es también la más perturbadora: no necesita serlo. El molde clásico del dictador resulta innecesario cuando el nuevo absolutismo se camufla de eficiencia, se disfraza de renovación y se valida en las urnas.
La democracia, entendida como un pacto de convivencia pluralista, está siendo reemplazada por democracias plebiscitarias donde el líder encarna al pueblo y todo disenso es traición. Lo que está en juego no es solo el futuro institucional de El Salvador, sino el modelo político que podría replicarse en otras latitudes ante sociedades exhaustas de la ineficiencia democrática.
La gran pregunta no es si Bukele romperá la democracia. La pregunta es si logra reinventarla para sus fines, sin que lo notemos. Y si lo consigue, ¿seremos nosotros los próximos en aplaudirlo desde nuestros balcones?
¿Estamos siendo testigos del futuro o del pasado con filtros de Instagram?
El verdadero dilema es si aún sabemos distinguir entre un líder firme y un poder sin frenos.
Y si no lo sabemos, ¿quién se atreverá a recordárnoslo?
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