Personas migrantes, incluyendo niños, cruzan el Tapón de la selva del Darién desde Colombia hacia Panamá, con la esperanza de llegar a Estados Unidos, el 15 de octubre de 2022. (Fernando Vergara/AP)
Este artículo es un viaje entre voces y silencios. A través del testimonio de quienes cruzaron la selva del Darién—una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo—nos adentramos en las historias de niños, familias y sobrevivientes. Desde un freestyler colombiano hasta una madre que huye con su hijo en brazos, cada relato expone la dignidad que resiste a pesar de la violencia, la pobreza y la exclusión. ¿Quiénes son los que caminan entre barro, armas y promesas rotas? ¿Qué mundo los empuja a arriesgarlo todo? Una crónica que duele y al mismo tiempo exige: justicia, empatía y memoria. Porque en un mundo verdaderamente justo, nadie debería tener que cruzar el Darién.

Nadie debería tener que cruzar el Darién
Hay paisajes que no deberían ser recorridos jamás por un niño. Ni por una madre con su hijo al hombro. Ni por un joven rapero que alguna vez soñó con escenarios y que hoy camina con la ropa mojada pegada al cuerpo. Hay lugares que no deberían convertirse en frontera entre la esperanza y la muerte. Uno de esos lugares es la selva del Darién.
El Darién no aparece en los folletos turísticos. Aparece en los mapas de la desesperación.
Zidane alguna vez fue muchas cosas: productor cultural, rapero, barbero, panadero. En Colombia había creado una fundación para promover el arte urbano. Pero la realidad económica lo arrinconó. “Mi fundación había cumplido su ciclo y pensé que era buena idea irnos. Pero como no tenía pasaporte, decidimos viajar por la selva del Darién”.
Esa frase: decidimos viajar por la selva, no debería existir. No como decisión. No como única salida.
Zidane dejó atrás un país que no lo expulsó con balas, pero sí con silencio: no había trabajo, no había sustento, no había futuro. Y del otro lado, una promesa difusa de oportunidad, dignidad, posibilidad.
Navil no dejó India por pobreza, sino por miedo. Es católico. En una zona donde profesar el cristianismo es sinónimo de condena social, física y moral. Lo golpearon. Lo amenazaron. Le dijeron que debía renunciar a su fe si quería seguir vivo.
El objeto más preciado de Navil no es una foto familiar, ni una reliquia religiosa. Es su pasaporte. “Sin él no habría podido salir de la India”, repite. Y sin salir, probablemente, ya no estaría contando esta historia.
Hay migrantes que huyen del hambre. Otros, de la violencia. Y hay quienes escapan de la intolerancia. Pero todos llevan la misma maleta invisible: el derecho negado a vivir en paz.

Un infierno verde y humano
Según ACNUR y la OIM, más de 100.000 personas cruzaron la selva en los primeros meses de 2023. La mayoría de Venezuela, Haití, Ecuador. Pero también hay migrantes de Afganistán, India, Colombia, Perú, Somalia.
La ruta atraviesa 5.000 kilómetros cuadrados de selva húmeda, montañas, ríos, insectos, enfermedades y muerte. Se camina entre barro y cadáveres. Se duerme entre víboras y disparos.
Pero lo más atroz no es la selva. Lo más atroz son las manos humanas: grupos armados que extorsionan, roban, violan. Médicos Sin Fronteras denunció agresiones sexuales masivas, frente a los propios familiares. Una cada tres horas y media, solo en diciembre de 2023.
Hay niños que nacen en esa ruta. Otros que mueren antes de llegar. Hay adolescentes que cruzan solos. Y hay familias que se desintegran entre un río crecido y un grupo armado.
El viaje como ruina y como promesa
Al llegar a los pueblos indígenas, los cuerpos están deshidratados, heridos, con infecciones. Algunos traen marcas físicas. Otros, marcas que no se ven pero que no sanan.
La mayoría de los que cruzan no buscan una vida de lujo. Buscan sobrevivir. Trabajar. Enviar dinero a sus familias. Volver a empezar.
¿Quiénes son? Son madres. Padres. Hijos. Abuelas. Jóvenes con sueños postergados. Personas que tenían una vida hasta que su país se la negó.

El mundo que mira y no ve
El mundo los convierte en cifras. En titulares que duran un día. En estadísticas de impacto. Pero no los escucha. No les pregunta por qué caminan. Ni cómo duermen. Ni qué extrañan. Ni a quién lloran.
El Darién es, en muchos sentidos, el resumen brutal de un sistema internacional fallido. Un espejo de la desigualdad global. De la hipocresía política. De las fronteras que matan más que las guerras.
¿Y después del cruce?
Muchos no llegan. Otros llegan y son deportados. Otros quedan atrapados en limbos legales, sin papeles, sin derechos. Pero también hay quienes logran asentarse, trabajar, estudiar, criar a sus hijos con algo más de paz.
Karen sigue luchando. Zidane busca una nueva escena para sus rimas. Navil guarda su pasaporte como quien protege un pedazo de vida.
Pero ninguno olvida.
Dignidad es lo que camina
Este articulo es Una súplica. Porque mientras sigamos permitiendo que el mundo expulse a su gente como si fueran basura, la selva seguirá llevandose vidas.
Y porque si entendemos algo al leer estas historias, debería ser esto: nadie debería tener que cruzar el Darién.
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