El plan económico de Javier Milei
Por Alejo Lasala y Franco Matías Vicchio
Herencia y primeras medidas
A diciembre 2023, el déficit cuasifiscal del Banco Central de la República Argentina alcanzaba un 15% del PBI. Estas pérdidas se trasladan directamente a la deuda pública y a la presión inflacionaria. Cuando el banco central acumula deuda por sus operaciones, el gobierno eventualmente debe asumirla, incrementando la carga financiera del país: lo hizo a través de la emisión monetaria. Por otro lado, las Reservas se encontraban en USD –11.000M, que se destinaban a la venta para contener la presión devaluatoria sobre el peso que generó la propia emisión: si tenes $1 por cada USD 1 en la economía, la paridad es 1-1; si ahora tenemos $2000 por cada USD 1 en la misma economía, ahora la paridad es 2000-1 (esto mismo sucede con el precio de todos los bienes). Es por esto que bajo la gestión Fernández, el peso se devaluó un 83,5% (al dólar oficial, mientras que existía una brecha del 170% con el dólar paralelo). Además, la inflación acumulada durante los cuatro años cerró por encima del 900%.
Las primeras medidas del gobierno entrante fueron sincerar la brecha cambiaria: es decir, acercar el dólar oficial al dólar de mercado, y liberar precios congelados para evitar una inflación gradual a futuro, a sabiendas de un excelente resultado electoral y aprovechando los momentos iniciales del gobierno para atravesar las medidas que más afectarían al poder adquisitivo. A su vez, comenzó una busqueda sistemática de reducir las cargas fiscales del Estado: el gasto público y por ende el déficit fiscal. La práctica sostenida de un gasto público elevado y un déficit fiscal crónico derivó en la necesidad de emitir dinero para financiarlo, y convertirnos en uno de los países con mayor deuda en el mundo.
Para ello, se buscó cerrar los grifos de emisión de moneda y contraer los billetes circulantes en la calle. Esto, inevitablemente, produjo dos consecuencias: la reducción de la inflación y la caída en el consumo y la producción: menos plata en el bolsillo de la gente implica menor sobrante destinado a la compra (aunque en definitiva, se perdía en el mediano plazo, y el consumo estaba impulsado por la necesidad de gastar antes de que todo aumente su precio).
Frente a esto, críticos y opositores catalogaron las medidas como una política destructiva y nociva frente a la industria, o que se resolvía un problema creando otro más grave. Todo esto sin plantear una solución alternativa a la reducción de la inflación, claro está. O peor aún, afirmando que “la escasez de dólares” es la causa de la misma, relativizando la importancia del déficit fiscal (que en cierta medida es lo que generó dicha escasez bajo otras gestiones, debido a la necesidad de financiarlo con deuda, emisión monetaria y, en definitiva, la pérdida de reservas para sostener un dólar ficticio).
Pero la historia (y el sentido común) demuestra que la política de shock adoptada por el gobierno liberal es la adecuada, a pesar de las críticas. Es de sentido común pensar, por ejemplo, que debe existir equilibrio fiscal. Contrario a las palabras de Cristina Fernández de Kirchner, el ex Presidente (y esposo) Néstor Kirchner lo sabía, y no sólo desde lo discursivo: bajo su mandato se sancionó y aplicó la Ley de Responsabilidad Fiscal, neutralizada y derogada luego por su cónyuge. También es de sentido común pensar que cuantos más billetes en pesos existen en una economía, más inflación va a haber, contrario al pensamiento y las prácticas del ex Ministro Massa y del ex Presidente Alberto Fernández, quienes enfrentaron una “guerra contra la inflación” desconociendo (y utilizando al revés) todas las herramientas financieras, bajo la fatal arrogancia de las amenazas y sanciones con la política de control de precios. Por supuesto, la perdieron. Hitler, por su parte, lo tenía claro: quiso eliminar al enemigo a base de inyectar billetes en su economía.
La hiperinflación de 1989
Uno de los casos de hiperinflación más graves en la historia reciente de los países, es la propia. Carlos Saul Menem asume en el año 1989 en un contexto hiperinflacionario producto de las políticas derivadas de los diferentes planes económicos llevados a cabo en el gobierno de Raúl Alfonsin. Los lineamientos de la política económica del nuevo gobierno adoptaron algunos de los estándares establecidos en el denominado “Consenso de Washington” (omitiendo aspectos clave que luego derivarían en la crisis del 2001, como tener un tipo de cambio competitivo y no fijo, la reforma impositiva, la baja del gasto público o la apertura al comercio), similares a los adoptados por el gobierno actual, y por ejemplo, muy semejante a los puntos del Pacto de Mayo. Pero antes de adoptar dichos lineamientos, el país necesitaba un bote salvavidas para salir de la insostenible crisis económica.
Previo a la asunción de Domingo Cavallo en 1991, la gestión Menem apostó por un plan de estabilización que contaría con el apoyo de importantes sectores empresarios: el Plan Bunge y Born. Las medidas concretas fueron devaluar un 170% el tipo de cambio comercial fijando el dólar a 650 australes. Este precio estaba por encima inclusive de la cotización del dólar informal, que por entonces rondaba los 500$. Con esta maxidevaluación se esperaba absorber la inflación residual hasta la estabilización total de la economía, ya que esta ancla cambiaria debería permanecer hasta marzo de 1990.
Complementarias a esta medida, se decretó un aumento de sueldo de 8000 australes, un aumento del 900% de las tarifas públicas (al igual que en 2023, atrasadas respecto de la inflación, y por ende brindaba un servicio poco sostenible), la disminución de los encajes y la liberación de las tasas de interés, sumado a un aumento de los derechos de exportación (que representaron un gran ingreso para el sector público en dólares). Se negoció con el sector privado un acuerdo de precios, al que se arribó diez días más tarde que el anuncio del Plan. Este resultó efectivo en lograr una caída progresiva en las tasas de inflación, ya que combinado con el congelamiento del tipo de cambio, de las tarifas y de la reimplantación de retenciones, determinó una caída progresiva de las tasas de inflación que pasó de un 200% en julio a 5.6% en octubre. Sin embargo, estas medidas comenzaron a mostrar su agotamiento con el paso de los meses, lo que provocó que el tipo de cambio supere los 1000 A, ampliando fuertemente la brecha cambiaria y disparando las tasas de interés, por lo que se suprimieron rápidamente muchas de las medidas como los acuerdos de precios y se redujeron las retenciones.
Es en este contexto aparece el llamado Plan Bonex. Su finalidad era reducir en forma sustancial el stock de moneda en poder del público y eliminar la carga de intereses a corto plazo sobre la deuda pública. El plan consistió en la conversión forzosa de depósitos a plazo fijo en dólares y otras formas de ahorro en bonos del gobierno denominados en dólares, conocidos como "Bonex 89". Los depósitos en dólares a plazo fijo y otras formas de ahorro bancario fueron convertidos obligatoriamente en bonos Bonex con vencimiento a diez años. La consecuencia de esto era que los ahorristas que tenían sus depósitos convertidos en bonos perdieron liquidez inmediata, ya que los Bonex tenían plazos de vencimiento largos y su valor de mercado era inferior al de los depósitos originales. Aunque el plan logró reducir momentáneamente la inflación y la presión sobre el peso argentino, tuvo un costo social y económico significativo, debido a la debilidad del principio de propiedad privada. Muchos ahorristas se sintieron defraudados y la confianza en el sistema bancario y en las políticas económicas del gobierno se deterioró.
La experiencia nos demuestra cómo se llevaron a cabo medidas difíciles e impopulares para poder salir de la crisis, tales como la brusca actualización de tarifas, la devaluación del tipo de cambio o la implementación del Plan Bónex. Sin embargo, detener la inercia inflacionaria sentó las bases para poder, a partir de 1991, llevar a cabo la ley de convertibilidad y de reforma económica (privatizaciones, con el objetivo de generar liquidez y reducir el déficit, además de la desregulación de la economía) para lograr la estabilidad.
Shimon Peres y el milagro israelí
Desde la década de 1970 y hasta mediados de 1980, en un contexto agravado por la Guerra de Yom Kippur y la crisis del petróleo, Israel se vio envuelta en una hiperinflación que alcanzó picos de 500% a principios de los 80’. El diagnóstico, complicado: gasto público del 76% del PBI, déficit fiscal por casi 20 puntos, y su financiamiento era principalmente la emisión de moneda sin respaldo. La deuda externa, a su vez, duplicaba el PBI y ya no habían reservas en dólares para afrontarla. ¿Cómo hizo para solucionarlo?
En 1985, Shimon Peres llamó a una reunión de gabinete con un objetivo claro, en sus propias palabras: “o aceptan la reducción del gasto, o los despido a todos”. Recortó 500 millones de dólares en defensa (el más grande en la historia de Israel), e incluso en áreas como educación, donde dicho esfuerzo le implicó el fin de la amistad con el Ministro. “Todos los ministros aceptaban los recortes en otras áreas, ninguno quería recortar su propio ministerio” afirmó el ex mandatario. Dicha política fue acompañada por una fuerte devaluación y un congelamiento del tipo de cambio y, momentáneamente, de ciertos precios de la economía. Este plan de shock aplicado en Israel, tuvo, a corto plazo, ciertas implicancias en el empleo, el consumo, la industria y el PBI. En 1985, el PIB de Israel crecía a una tasa del 3.1%. En 1986, tras la implementación del plan, el crecimiento del PIB se desaceleró significativamente, registrando un crecimiento del 1.6%. El desempleo aumentó inicialmente debido a la contracción económica. La tasa de desempleo subió del 6.9% en 1984 al 7.8% en 1986 y continuó aumentando ligeramente en los años siguientes.
Otros planes de estabilización por shock en el gasto público y déficit fiscal, contracción de la moneda y devaluación a mencionar:
Alemania (1921). En noviembre de 1923, Alemania introdujo una nueva moneda, el Rentenmark, para reemplazar el depreciado Papiermark, lo que restableció la confianza. Además, se creó el Rentenbank, un banco central independiente responsable de la emisión de la nueva moneda y de mantener la estabilidad monetaria. Esta independencia del gobierno fue crucial para restaurar la confianza en la política monetaria.
Argentina (1959). “Hay que pasar el invierno”. Hubo un recorte de 70.000 empleados públicos. El nivel de contracción monetaria debió ser tan grande, en similitud con la actualidad, que se llegó al punto de recesión en la actividad económica y el PBI cayó 6,5%. Los años siguientes, se recuperó y creció en alrededor del 8%.
Conclusiones
Un plan de estabilización, por definición, implica revertir una crisis heredada. La misma, en un escenario hiperinflacionario y con una economía parcheada, donde los preicos pisados/atrasados bajo intervención estatal (y por ende también índices de pobreza, ocupación y desigualdad sostenidos artificialmente) sumado a la magnitud del desborde macroeconómico, requieren inicialmente medidas impopulares que probablemente afecten al consumo y, por ende, a la industria, y al crecimiento al menos en el corto plazo.
Establecer el foco de la discusión en las consecuencias negativas del aspecto estabilizador en el corto plazo, como por ejemplo, el cuestionamiento de la devaluación por parte del gobierno liberal asumido en 2023, implica un profundo desconocimiento por el funcionamiento de una economía normal y de los índices macroeconómicos heredados. Sin la normalización de los precios, que funcionan a través de un sistema de información proporcionada por el libre mercado (oferta y demanda, productores y consumidores), ya sea a costa de intervención inflacionaria vía emisión monetaria, controles de precios, o la absurda decisión de implementar ambos al mismo tiempo (como el agua y el aceite), es imposible esperar crecimiento económico. De allí surgió, ya hace casi un siglo, el término “estanflación”: inflación + estancamiento económico.
Los discursos que niegan la importancia del equilibrio fiscal son funcionales a una polítización populista de la economía, que los autores Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards describieron en 1990 como la subestimación de las consecuencias del financiamiento deficitario. La negación de la importancia de una política económica coherente y sostenible que recién ahora está en la discusión política, se ha subestimado durante la mayor parte del tiempo de nuestra historia. Esto derivó en 70 años de déficit fiscal. Bajo la máscara populista de la redistribución del ingreso, se sostuvo un modelo politizado de la economía que atentó contra la creación de riquezas y nos ha llevado a uno de cada dos argentinos pobres.
Si la política de ajuste del gobierno de Javier Milei logra generar condiciones normales en el corto plazo, comenzando con la salida gradual del cepo cambiario (la traba en la puerta giratoria de divisas), la baja de la inflación y un repunte progresivo del consumo y la industria, y, teniendo en cuenta el contexto en el que ha sido votado, es posible comenzar a vislumbrar que ha comenzado una nueva era en la política de nuestro país, donde el modelo del populismo macroeconómico puede haberse llevado puesto al modelo cultural estatista, y con ello podríamos explicar el corrimiento del espectro ideológico de la discusión política en la Argentina de los últimos meses. Aún es temprano, pero la economía puede ser a Milei lo que la seguridad significó para Bukele, especialmente pensando en las próximas elecciones.
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