Cambio de régimen en Medio Oriente: antecedentes recientes
En los últimos días, durante una entrevista con Fox News, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu amplió públicamente los objetivos de su gobierno en el conflicto con Irán: bajo su liderazgo, gobierno israelí actual no solo buscaría desmantelar los programas nucleares y de misiles balísticos iraníes mediante una ofensiva militar, sino que además intentaría impulsar un cambio de régimen en Teherán. Esta nueva meta encendió señales de alarma entre numerosos analistas, que ven en ella un paralelismo inquietante con la invasión estadounidense a Irak en 2003.
En aquel entonces, el argumento central esgrimido por la administración Bush, para justificar su ataque preventivo, fue la supuesta posesión de armas de destrucción masiva por parte del régimen de Saddam Hussein, una afirmación que más tarde se reveló como falsa.
El saldo de aquella intervención fue desastroso: el colapso del Estado iraquí. La posterior inestabilidad fue la partera del Estado Islámico, que conquistó y arrasó con zonas del norte y del este de Irak como resultado del vacío de poder. Según estimaciones de ACNUR y centros como Brookings, alrededor de 4.7 millones de personas fueron desplazadas (internamente y externamente) como resultado de la guerra.
El caso de Irak no fue una excepción. Unos años más tarde, en el norte de África, las protestas de la Primavera Árabe que desestabilizaron al gobierno de Muammar Gaddafi en Libia contaron con el apoyo de la comunidad internacional. La Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizó el uso de “todas las medidas necesarias” para proteger a la población civil, lo que dio lugar a una intervención militar encabezada por países de la OTAN. Varios de estos países ofrecieron entrenamiento, armas e inteligencia a las fuerzas rebeldes que combatían al régimen. Solo tres años después de la caída de Gaddafi, el mismo año en el cual iniciaría la segunda guerra civil Libia, según afirmó el entonces presidente tunecino Moncef Marzouki declaró en agosto de 2014 que dos millones de libios (alrededor de un tercio de la población previa a 2011) se habían refugiado en Túnez.
En la misma línea, en 2013 el gobierno de Barack Obama enfrentó una situación crítica en Siria tras el uso de armas químicas por parte del régimen de Bashar al-Assad. La llamada “línea roja” advertida por el norteamericano en 2012 había sido cruzada, lo que llevó a Estados Unidos a intensificar su involucramiento en el conflicto, con el objetivo de presionar por un cambio de régimen. La administración demócrata optó por indirectamente apoyar a una coalición opositora profundamente heterogénea, cuyos objetivos eran tan diversos como sus integrantes: desde sectores que aspiraban a una democracia de corte occidental, hasta facciones islamistas que proponían un estado teocrático.
En el otro extremo del tablero, la Federación Rusa brindó un respaldo decisivo al gobierno de Assad. El resultado fue una prolongada guerra civil, una desestabilización regional de gran escala y una de las crisis migratorias más graves que haya enfrentado Europa en las últimas décadas, cuyas consecuencias políticas y humanitarias son motivo de debate al día de hoy. Incluso el auge actual de la extrema derecha en varios países europeos se vincula, en parte, con aquellas decisiones: estos sectores critican las políticas migratorias adoptadas en ese momento y exigen la defensa de la “identidad europea” frente al alud migratorio proveniente de Medio Oriente.
Porque el caso Irani es mucho mas complejo.
Este repaso histórico debería llevarnos a una conclusión clara: los cambios de régimen no son un asunto menor. Incluso en países mucho menos complejos étnica, religiosa y políticamente que la nación persa, han derivado en conflictos con consecuencias globales. Pero ¿por qué el caso de Irán sería aún más delicado si no aprendemos de las experiencias previas?
Para empezar, el régimen iraní no es simplemente una dictadura. La República Islámica de Irán, como su nombre lo indica, es una estructura híbrida: una democracia tutelada por un sistema teocrático. Es decir, existe participación electoral y representativa en ciertos niveles de decisión, pero bajo la supervisión estricta de autoridades religiosas encabezadas por el Líder Supremo. El poder religioso y el poder civil coexisten en tensión constante, pero esa misma complejidad lejos de ser una debilidad ha sido una de las claves de la longevidad del sistema.
Los iraníes eligen en las urnas a un presidente, a un parlamento (Majlis) y a una Asamblea de Expertos, cuya función teórica es supervisar e incluso destituir al Líder Supremo. Sin embargo, todo este entramado “democrático” se encuentra bajo el control del Consejo de los Guardianes, un órgano no electo que se encarga de aprobar o vetar candidatos y de validar que las leyes sancionadas por el parlamento sean compatibles con los principios del islam chiita.
El poder judicial, por su parte, se encuentra bajo la órbita del Líder Supremo, quien designa al jefe del poder judicial y garantiza así que la aplicación de la ley se mantenga alineada con los preceptos religiosos. En este sistema, la dimensión teocrática actúa como un filtro y límite permanente al accionar de las instituciones elegidas por voto popular, lo que hace de Irán un caso particularmente complejo.
En la práctica, la fragmentación institucional que implica este esquema de poder ha generado tensiones permanentes, sobre todo en un país atravesado por crisis casi constantes desde la llegada de los ayatolás al poder en 1979. En este contexto, el vínculo entre el presidente y el Líder Supremo se ha ido deteriorando progresivamente en favor de este último, consolidando un esquema de poder desigual.
Los argentinos, que conocemos muy bien las implicancias de un doble comando, sabemos reconocer cuando la figura formal del Presidente queda reducida a un rol prácticamente administrativo, frente a la existencia de un poder político real que subyace afuera del ejecutivo. En Irán, el Líder Supremo no solo tiene la última palabra en asuntos religiosos y constitucionales, sino que además es el comandante en jefe de las fuerzas armadas y del aparato de inteligencia, lo que lo convierte en el verdadero centro del poder. El presidente, por su parte, queda relegado a un rol de gestión, casi como si se ocupara del "alumbrado, barrido y limpieza" de la república islámica.
Este esquema ha dado lugar a un Estado dentro del Estado, regido por fines religiosos y sostenido por complejos aparatos de inteligencia que operan en las profundidades de la cosa pública. En los “sótanos” de la República Islámica existen estructuras de poder que no responden al presidente ni al gobierno formal, sino directamente al Líder Supremo. En caso de un cambio de régimen o incluso de la desaparición de su comandante en jefe, el ayatolá Ali Khamenei, es altamente probable que estas organizaciones se fragmenten en células autónomas, dispuestas a conservar su cuota de poder por la fuerza. Esto traería aparejada, como en Libia, Siria e Irak, la balcanización del país. Quizás, para la seguridad de Israel y de Occidente, sea preferible una teocracia autoritaria debilitada a base de sanciones que un mosaico de conflictos terroristas.
El riesgo migratorio frente a la ya disputada identidad europea.
La crisis migratoria derivada del conflicto en Siria, un país que en 2011, al inicio de las protestas, contaba con aproximadamente 23 millones de habitantes, tuvo un impacto profundo en Europa. El prolongado conflicto provocó un éxodo masivo hacia el continente, generando una de las crisis migratorias más significativas de las últimas décadas. Con imágenes tan dramáticas como la de Aylan Kurdi, el niño Sirio de 3 años que murio ahogado en las playas de Turquía. Las consecuencias políticas, sociales y culturales de esta crisis migratoria siguen siendo motivo de intenso debate hasta el día de hoy, especialmente debido a la percepción de una amenaza a la identidad europea frente al aluvión de inmigrantes musulmanes.
Irán, con una población actual de aproximadamente 90 millones de habitantes, reúne todos los ingredientes para una posible crisis de fragmentación política como las que ya hemos visto en otras partes de Medio Oriente. Si se rompe el orden impuesto por los ayatolás sin una transición ordenada y sin un gobierno capaz de generar estabilidad y desarrollo económico, el riesgo de un éxodo masivo es real. En ese escenario, Europa y Estados Unidos podrían enfrentarse a una oleada migratoria aún mayor que la provocada por los conflictos en Siria, Libia o Irak. La crisis migratoria actual parecería un mal recuerdo frente a la pesadilla geopolítica y humanitaria que implicaría poner de rodillas a un país de 90 millones de personas.
Al mismo tiempo, este debate está calando hondo en el establishment republicano. En los últimos días, el periodista ultra-trumpista Tucker Carlson protagonizó una tensa entrevista con el senador Ted Cruz, en la que cuestionó la necesidad de que Estados Unidos se involucrara en un nuevo conflicto en Medio Oriente impulsando el cambio de régimen en Irán, una posición defendida por el senador republicano. El intercambio dejó al descubierto la división interna del Partido Republicano y los dilemas estratégicos que enfrenta la coalición MAGA.
La ultraderecha europea y líderes como el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, apoyan con vehemencia los objetivos del gobierno israelí en Medio Oriente. Sin embargo, durante la crisis migratoria de 2015, Orbán fue uno de los principales opositores a la apertura de fronteras y, desde entonces, ha insistido en defender la "identidad nacional" frente a lo que denuncia como un proceso de islamización de Europa. Por supuesto, el argumento de que el Estado podría frenar con eficacia el aluvión migratorio de dichas dimensiones es tan fantasioso como pretender tapar el sol con la mano.
Estos mismos sectores podrían verse enfrentados a un efecto boomerang, pasando rápidamente de su idealizada “Europa de antaño” a la pesadilla distópica que describe Michel Houellebecq en su novela.
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