Cruzó la plaza bajo un cielo gris y encapotado, el paraguas rosa sobre su cabeza brillando como una linterna en la penumbra. Su color parecía demasiado tierno para aquel lugar: un tono infantil frente a la piedra de una catedral que había devorado siglos de tristeza. Caminaba deprisa, como si se dirigiera a clases o al trabajo, con la silenciosa convicción de que el mañana le pertenecía. No podía saber que las piedras bajo sus pies habían bebido sangre, ni que el aire sobre su cabeza alguna vez había estallado con disparos. Solo llevaba consigo la esperanza, y en ese momento, era suficiente.
Desde lejos, podría haber sido cualquier joven —camino a la escuela, al trabajo, o a reunirse con una amiga. Su paraguas la protegía de una llovizna tan leve que apenas tocaba el suelo, más símbolo que refugio, como si cargara el cielo mismo en un gesto de desafío. Se movía con la confianza inconsciente de la juventud, con sueños intactos y fe en el futuro. Para ella, la plaza no era más que piedra y palomas, vendedores que ofrecían fruta con sus voces sobre el murmullo constante de la vida.
Pero para otros, para los que recordaban, la plaza era algo más. Bajo el altar de la catedral que ella cruzaba descansa el cuerpo del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, asesinado a balazos en el aeropuerto de Guadalajara en 1993, cuando los hermanos Arellano Félix confundieron su coche con el de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Su muerte, brutal y sin sentido, no fue solo una tragedia de fe, sino una herida abierta en el corazón de México. Su cripta sigue ahí, iluminada por velas, silenciosa, recordando que ni siquiera los hombres de Dios fueron perdonados por el fuego cruzado de la guerra del narco.
Cuarenta años antes, no muy lejos de donde su paraguas florecía contra el cielo gris, el agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena fue secuestrado a plena luz del día, su destino sellado en las sombras que dominaban estas calles. Su memoria se desvanece lentamente en la eternidad, pero para quienes servimos, su nombre no es historia: es cicatriz, una herida que vuelve a arder cada vez que recordamos el precio del silencio y la impunidad. Caro Quintero y Fonseca Carrillo, nombres grabados tanto en expedientes como en la conciencia de la ciudad, caminaron por estas mismas calles con una arrogancia que parecía decir que Guadalajara les pertenecía. Sus sombras se extendieron por plazas, mercados e iglesias, hasta que el tiempo las borró en susurros.
La chica del paraguas rosa no sabía nada de eso. Caminaba intacta, sin fantasmas, con pasos tan ligeros como las palomas que levantaba a su alrededor. La ciudad recordaba, pero ella no. Y quizá eso era una forma de misericordia.
Mientras la observaba cruzar la plaza, sentí el peso de mis propios recuerdos presionándome el pecho. Pensé que la inocencia siempre es temporal. La llevamos como un escudo frágil hasta que el mundo lo rompe con la fuerza brutal de la realidad. Recordé mi propia juventud, ya lejana, cuando también cargaba sueños aún no puestos a prueba. Recordé la primera vez que me paré sobre un cuerpo, la manera en que la violencia deja huellas no solo en los muertos, sino también en los vivos que la presencian. El paraguas de la chica no parecía tanto una protección contra la lluvia como una oración: un color brillante alzado contra el gris, la esperanza caminando entre las sombras.
Guadalajara no es única en esto. Cada ciudad tiene sus fantasmas, sus esquinas manchadas de sangre, sus silencios que gritan más que las palabras. Las plazas de Medellín, donde alguna vez la risa resonó sobre los adoquines mojados de miedo. Las calles de Matamoros, donde las familias se refugiaban mientras las balas cosían la noche. Incluso los barrios de mi propio país, donde la violencia usa otros rostros, pero deja las mismas cicatrices. Siempre hay un paraguas, una cinta, una risa infantil: algo frágil y luminoso que insiste en sobrevivir.
La chica del paraguas rosa es más que una transeúnte. Es metáfora, símbolo, recordatorio. Representa a todos los que caminan hacia adelante sin saber, llevando su inocencia por paisajes que han visto demasiada sangre. Nos enseña que la esperanza no se borra con la historia; solo se esconde, esperando a que los jóvenes la levanten de nuevo.
Aun así, no puedo soltar la tensión entre su inocencia y lo que yace bajo sus pies. Esa tensión define lugares como Guadalajara, donde la belleza y la violencia comparten el mismo espacio. La catedral se alza con grandeza, sus cúpulas brillando al sol, mientras su cripta guarda a un cardenal asesinado. Los vendedores acomodan fruta en pirámides de color, mientras las paredes cercanas esconden balazos bajo capas de pintura nueva. La vida insiste en continuar, como si el desafío fuera también una forma de oración.
Me pregunto si la inocencia no es también una forma de desafío, no solo de ignorancia. Tal vez la chica del paraguas rosa nada sepa de Posadas Ocampo, de Camarena, de Caro Quintero o de Fonseca Carrillo. Pero incluso si lo supiera, incluso si comprendiera los fantasmas que presionan contra los muros de la catedral, quizá igual seguiría caminando, el paraguas inclinado, creyendo en el mañana. Y tal vez eso, más que nada, es lo que nos redime.
Porque la inocencia, efímera como es, tiene el poder de suavizar los bordes de la memoria. Por un instante, la plaza no pertenece a la violencia ni a los fantasmas, sino al sonido de unos pasos apurados sobre la piedra mojada, al destello rosa contra el gris, a la promesa del mañana llevada por alguien demasiado joven para recordar el ayer. En ese instante, la historia se dobla —no se borra, no se perdona, pero se suaviza momentáneamente bajo la osadía de la esperanza.
Pienso también en la cinta roja, en la risa de otra niña que resonó sobre las mismas piedras, espantando palomas hacia el cielo. Pienso en cómo, al otro lado de la frontera, el legado de Camarena se recuerda cada octubre durante la Semana del Listón Rojo, cuando los niños prenden en sus camisas un lazo escarlata como promesa contra las drogas. La cinta en América, el paraguas en Guadalajara: ambos frágiles emblemas alzados contra la tormenta de la historia. Cinta y paraguas, risa y prisa: dos pequeños estandartes de inocencia desafiando el peso de la memoria.
Yo cargo la memoria de otro modo. Conozco los nombres, las historias, los cuerpos que quedaron atrás. Conozco el silencio que sigue a la violencia, pesado y persistente. Y sin embargo, al ver a estas muchachas, siento algo removerse en mí —algo parecido a la gratitud, algo cercano al duelo. Gratitud de que la inocencia aún se atreva a caminar por estas calles. Duelo porque sé que no durará para siempre.
Quizá esa sea la misericordia de los jóvenes: reír donde los muertos aún susurran, caminar bajo un paraguas rosa como si el mañana ya estuviera prometido. Y quizá así sea como la esperanza sobrevive —no en la memoria de quienes llevamos las cicatrices, sino en los sueños de quienes aún no han sido quebrados.
Leo Silva es un ex agente especial de la Drug Enforcement Administration (DEA) de los Estados Unidos, con años de experiencia trabajando y viviendo en México. A lo largo de su carrera, fue testigo directo de las complejas realidades sociales, culturales y humanas que conviven bajo la superficie de la violencia y el poder. Hoy escribe ensayos narrativos y crónicas reflexivas que exploran la memoria, la identidad y las contradicciones del México contemporáneo. Su trabajo busca preservar las historias humanas que rara vez aparecen en los titulares.
NOTA DEL AUTOR
Este texto nació a partir de una imagen. Un amigo me envió una fotografía promocional de mi libro El Reinado del Terror, tomada en Guadalajara, justo frente a las escalinatas de la catedral. En la imagen, el libro aparecía en primer plano; detrás, casi de manera inadvertida, cruzaba la plaza una joven con un paraguas rosa.
Lo que me detuvo no fue la fotografía en sí, sino el contraste. La muchacha avanzaba con naturalidad, ajena al peso histórico del lugar, sin saber que esas mismas piedras habían sido testigo de episodios de violencia que marcaron profundamente a la ciudad décadas atrás. Su Inocencia, tan visible, tan cotidiana, parecía desafiar la memoria oscura que yo llevaba conmigo.
Esa tensión entre lo que se recuerda y lo que se ignora, entre la memoria y la esperanza, fue el impulso que me llevó a escribir este ensayo.

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