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El Guitarrista de la Calle Morelos

Por Poder & Dinero

Portada

Había un joven que tocaba la guitarra por propinas en la Calle Morelos, una de las calles más transitadas de Monterrey.

No tenía piernas, solo una tabla de madera con ruedas que usaba para deslizarse entre la multitud.

Era imposible no verlo.

El mismo rincón todos los días. La misma guitarra gastada. La misma expresión de gracia obstinada en los ojos.

Nunca pidió lástima. Pedía atención, no a su condición, sino a su música.

Y cada acorde que tocaba se elevaba por encima del ruido de la ciudad, los camiones, los vendedores, el murmullo constante de voces, como un destello de alma contra el concreto.

Casi todos los días me lo encontraba durante mis caminatas por el centro.

Esas caminatas eran mi manera de desaparecer.

Hubo épocas en las que el peso de mi mundo, el que cargaba detrás de la placa, se volvió demasiado pesado.

Cuando perdimos a nuestros amigos Ábrego y Zavala. Cuando Jaime Zapata fueasesinado en la carretera.

Cuando el Casino Royale se incendió y cincuenta y dos personas inocentes no lograron salir.

Eran días en los que incluso la oración se sentía pesada.

Así que caminaba. Dejaba que Monterrey me tragara, los vendedores pregonando sus precios, parejas riendo, taxis tocando el claxon, el olor a elote asado mezclado con el escape de los autos.

En ese caos, podía ser nadie. Solo otro hombre avanzando entre el ruido.

Esas caminatas entre la multitud de Morelos me recordaban que la vida sigue, y que debemos continuar la lucha por quienes ya no están.

Y en medio de ese ruido, siempre lo encontraba a él—el hombre de la tabla con la guitarra.

No sabía mi nombre. Dudo que supiera quién era yo. Pero reconocía mi rostro.

Siempre le dejaba una buena propina. Era mi manera de decir gracias sin romper el hechizo.

Un par de veces le pedí que tocara “Knockin’ on Heaven’s Door.”

Sonreía cada vez, como si entendiera por qué se lo pedía.

Cerraba los ojos y la tocaba despacio, no como la versión de la radio, sino más suave, desnuda, como una oración susurrada a través de cuerdas de acero.

Las notas flotaban por la Calle Morelos, mezclándose con las risas y el tráfico, frágiles, desafiantes, vivas.

Él no tenía piernas, y yo no tenía paz.

Pero durante esos minutos, ninguno de los dos necesitaba estar completo.

Esa canción cargaba lo que las palabras nunca pudieron decir.

Era duelo, memoria y resistencia, todo entrelazado en una sola melodía.

El guitarrista nunca se quejó de su situación.

Simplemente seguía llegando a hacer su trabajo.

Y eso me motivó más de lo que él jamás sabrá.

Me recordó que la fortaleza no siempre es ruidosa.

A veces es solo el acto de presentarse, una y otra vez.

En los días en que el deber se sentía más pesado de lo que podía soportar, pensaba en él, aún tocando, aún luchando por ser escuchado.

A veces me pregunto si seguirá ahí.

Tal vez se fue. Tal vez no.

Pero la lección que me dejó permaneció.

Todos tenemos nuestros rincones, esos lugares pequeños e insignificantes donde seguimos presentándonos, nos mire alguien o no.

Y quizá esa sea la forma más pura de valor: no medallas ni titulares, sino el simple acto de seguir adelante cuando todo dentro de ti quiere rendirse.

Nota del Autor:

El año 2011 fue uno de los periodos más difíciles de mi vida.

Sufrimos la pérdida de nuestros amigos Ábrego y Zavala. El agente Jaime Zapata fue atacado y asesinado. El Casino Royale se incendió, cobrando la vida de cincuenta y dos personas inocentes. Estos hechos no ocurrieron de forma aislada; se fueron acumulando hasta que el duelo se volvió una presencia constante.

Durante ese tiempo, comencé a caminar como una forma de terapia. Caminaba para aquietar la mente, para perderme en el movimiento de la ciudad. Muchos de esos días, levantarme de la cama se sentía como una tarea monumental. Hubo momentos en los que sinceramente quise rendirme.

Fue durante esas caminatas que encontré al guitarrista de la Calle Morelos.

A pesar de sus limitaciones físicas, llegaba todos los días al mismo rincón para ganarse la vida, lloviera o hiciera sol. No pedía nada, salvo ser escuchado. Su constancia era silenciosa, casi invisible, pero firme.

Sin saberlo, me inspiró.

Este ensayo está escrito en su honor, como una muestra de gratitud por la fortaleza que demostró simplemente al presentarse cada día, cuando habría sido más fácil no hacerlo.

“Knockin’ on Heaven’s Door” – Bob Dylan / Guns N’ Roses (versión acústica)

Si la escuchas mientras lees, quizá escuches lo mismo que yo escuché aquel día en la Calle Morelos.

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