Durante años, América Latina fue una nota al pie en la agenda de Washington: un paisaje de democracias inestables, recursos estratégicos y nostalgias de la Guerra Fría. Pero Donald Trump, en su segundo mandato, ha decidido volver a mirar hacia el sur. No por romanticismo hemisférico ni por solidaridad democrática, sino por cálculo puro: el continente latinoamericano se ha convertido en la pieza más maleable —y peligrosa— del tablero global del siglo XXI.
La región vuelve a importar porque el orden internacional se está desmoronando. Si el siglo XX estuvo signado por la contención del comunismo, el XXI está marcado por la contención de China. Y América Latina, rica en minerales críticos, mercados emergentes y rutas migratorias, se ha vuelto un escenario de disputa geoeconómica y simbólica. En esta nueva fase de lo que algunos académicos ya llaman “Doctrina Monroe 2.0”, Trump no necesita justificar su presencia: le basta con invocar el mantra del hemisferio occidental como espacio de influencia natural de Estados Unidos.
El garrote como lenguaje
Trump ha sustituido el tradicional “poder blando” estadounidense por una diplomacia de la coerción. No ofrece alianzas, las impone. Desde las operaciones militares en el Caribe contra el narcotráfico hasta la presión comercial sobre Brasil y México, el mensaje es claro: la sumisión como condición para la cooperación. Esta praxis recuerda más a las lógicas imperiales del siglo XIX que a la arquitectura multilateral del XXI.
Su relación con Javier Milei es un ejemplo paradigmático. Lo que en apariencia es un vínculo ideológico entre líderes afines es, en realidad, un ensayo de subordinación estratégica. Milei recibe apoyo político y legitimidad internacional; Trump obtiene una vitrina simbólica para su narrativa de “restauración hemisférica”. A cambio, la Argentina se convierte en un experimento de alineamiento automático en materia económica y diplomática.
El mismo patrón se repite con Nayib Bukele, convertido en guardián del orden migratorio y del “trabajo sucio” en materia de seguridad. El salvadoreño recibe el beneplácito del poder norteamericano mientras desmantela contrapesos institucionales en su país. Trump no sólo tolera esas derivas autoritarias: las celebra. Porque, en su visión, el orden —aunque sea autoritario— es preferible al caos.
El mapa invertido del poder
El interés de Trump por América Latina no debe leerse en clave moral ni ideológica, sino estructural. Washington ya no compite con Moscú, sino con Pekín. Y China ha penetrado en los intersticios económicos de la región con una eficacia quirúrgica: inversiones en infraestructura, créditos blandos y control de recursos estratégicos. Frente a esa expansión silenciosa, Trump responde con un instinto defensivo que tiene más de reflejo imperial que de estrategia racional.
México, Brasil, Panamá, Paraguay o Ecuador son nodos de esta reconfiguración. El pragmatismo de Claudia Sheinbaum ante las amenazas arancelarias demuestra que Trump ha logrado reinstalar el miedo como instrumento diplomático. En Brasil, sus sanciones reactivaron tensiones nacionalistas y paradójicamente fortalecieron a Lula, quien se vio obligado a reposicionarse en el plano internacional. En Panamá, el canal vuelve a ser un símbolo: la obsesión por “recuperar” lo perdido se traduce en presiones para limitar la influencia china en puertos y obras.
Lo inquietante es que esta estrategia no responde a un diseño estatal coherente, sino a una lógica personalista y errática. Trump no actúa como jefe de Estado, sino como empresario geopolítico: mide las relaciones exteriores como un balance de ganancias y pérdidas. Y América Latina, con su vulnerabilidad institucional y dependencia comercial, es un terreno ideal para su retórica de dominación.
El espejismo del alineamiento
Los aliados de Trump —Milei, Bukele, Peña, Noboa, Paz— ven en él una puerta de acceso al poder global. Pero lo que reciben es, en realidad, una versión contemporánea del viejo paternalismo estadounidense: asistencia condicionada, respaldo mediático y una promesa incierta de prosperidad. A cambio, deben convertirse en extensiones políticas de la agenda trumpista: endurecer políticas migratorias, aislar a China, y asumir el costo interno de esa subordinación.
La pregunta de fondo es si esta renovada relación hemisférica puede sostenerse en el tiempo. Porque detrás del garrote diplomático se esconde una contradicción: Trump exige obediencia a gobiernos democráticos mientras premia a regímenes autoritarios si son funcionales a sus objetivos. En esa paradoja reside el germen de una nueva desconfianza regional hacia Estados Unidos, un déjà vu de la historia interamericana.
Los fantasmas del pasado
El intervencionismo militar en el Caribe, la retórica contra Venezuela y Colombia, y la hiperpersonalización de la diplomacia norteamericana evocan tiempos en los que el destino de América Latina se decidía en Washington. La diferencia es que hoy el mundo es multipolar, y los márgenes para ese tipo de hegemonía son más estrechos. Sin embargo, Trump parece ignorarlo deliberadamente: su política exterior busca restaurar un pasado que ya no existe.
Si la primera Doctrina Monroe fue un escudo contra el colonialismo europeo, esta segunda versión es una espada contra cualquier autonomía latinoamericana. Pero el riesgo es que, en su intento por reafirmar la supremacía hemisférica, Estados Unidos termine acelerando su propio declive de legitimidad. China no necesita invadir ni presionar; le basta con esperar. Trump, con su agresividad, podría hacer el trabajo por ella.
El futuro de un hemisferio fatigado
Trump mira a América Latina porque necesita demostrar poder en un mundo que ya no lo reconoce como tal. Pero el verdadero desafío no es geopolítico sino civilizatorio: ¿puede una potencia sostener su hegemonía mediante el miedo y la arbitrariedad?
La región, entre el garrote y la dependencia, sigue oscilando entre la fascinación y la resistencia. Tal vez el dilema no sea si Estados Unidos vuelve a mirar al sur, sino si América Latina, esta vez, se atreverá a mirar hacia otro lado.

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