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El nuevo documento de defensa de Estados Unidos y el regreso del “patio trasero”

Por Mila Zurbriggen Schaller

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El documento es claro en algo que suele quedar diluido en el lenguaje diplomático: para Estados Unidos, el Hemisferio Occidental no es una región más del sistema internacional, sino un espacio estratégico vital, directamente vinculado a su seguridad nacional, su competitividad económica y su disputa estructural con China. No se trata solo de defensa militar, sino de control político, económico, tecnológico y productivo.

En otras palabras, el texto confirma lo que muchos analistas vienen señalando desde hace tiempo: asistimos a una actualización de la Doctrina Monroe, adaptada al siglo XXI. Ya no se habla de intervenciones armadas directas ni de golpes militares clásicos, sino de alineamiento estratégico, control de activos críticos, disciplina regulatoria y subordinación económica.

El documento plantea que la principal amenaza para Estados Unidos no es el terrorismo ni los conflictos regionales fragmentados, sino la competencia sistémica con China. Una competencia que no se libra únicamente con armas, sino con cadenas de suministro, control de recursos estratégicos, infraestructura, tecnología, financiamiento y trabajo.

Desde esta perspectiva, América Latina cumple un rol central: debe funcionar como retaguardia segura en un mundo crecientemente inestable. Un continente alineado, políticamente previsible y económicamente funcional a las necesidades estadounidenses. El texto es explícito al señalar la necesidad de impedir que “potencias extrahemisféricas” consoliden posiciones estratégicas en la región, una referencia directa —aunque diplomáticamente formulada— a China.

No se trata solo de limitar su influencia diplomática. Se trata de restringir su presencia económica, su participación en infraestructura, su acceso a minerales críticos, su rol en energía, telecomunicaciones, puertos y producción industrial. El documento de defensa deja claro que, para Washington, estos no son temas comerciales: son asuntos de seguridad nacional.

Aquí aparece una dimensión clave que suele pasar desapercibida: la fusión entre defensa y economía. El texto no separa ambos planos. Al contrario, los integra. La seguridad de Estados Unidos depende, según este enfoque, de garantizar cadenas de suministro confiables, cercanas y políticamente alineadas. Eso explica el impulso al nearshoring y al friendshoring: relocalizar parte de la producción fuera de Asia, más cerca del territorio estadounidense, en países “amigos”.

Y es en ese punto donde América Latina vuelve a ocupar un rol históricamente conocido.

Proximidad geográfica, abundancia de recursos naturales y —sobre todo— costos laborales más bajos que en el Norte global. Eso es lo que la región puede ofrecer en el nuevo orden. El documento no habla de “mano de obra barata”, pero toda la arquitectura que propone conduce exactamente a eso.

Para que el nearshoring funcione, los países receptores deben garantizar tres condiciones básicas: previsibilidad jurídica para el capital, flexibilidad laboral y estabilidad política. No es casualidad que estos sean los ejes centrales de las reformas que hoy se impulsan en varios países de la región.

Argentina es un caso paradigmático.

El gobierno de Javier Milei decidió alinearse sin matices con esta visión. Su política exterior, su agenda económica y su reforma laboral encajan de manera casi perfecta con los lineamientos del nuevo documento de defensa estadounidense. No por imposición explícita, sino por convergencia de intereses.

La reforma laboral no apunta a mejorar la calidad del empleo ni a fortalecer el mercado interno. Apunta a reducir el costo del trabajo, debilitar la negociación colectiva, limitar el derecho a huelga y disciplinar al movimiento obrero. Es una reforma pensada para “tranquilizar” inversores, no para proteger trabajadores.

El Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) completa esta arquitectura. Estabilidad fiscal por 30 años, exenciones impositivas, libre disponibilidad de divisas y blindaje legal para grandes empresas, principalmente en sectores extractivos. Todo esto sin exigir desarrollo industrial, transferencia tecnológica ni generación sostenida de empleo formal.

El mensaje hacia afuera es inequívoco: Argentina ofrece recursos baratos, trabajo flexible y un Estado que renuncia a regular. El mensaje hacia adentro también lo es: los derechos laborales y la soberanía económica son variables de ajuste.

Esta lógica encaja perfectamente con lo que plantea el nuevo documento de defensa estadounidense. Un continente estable, alineado, con economías abiertas y funcionales a las necesidades de la potencia central. No se trata de conspiraciones, sino de arquitecturas de poder.

El problema es que esta estrategia se presenta como inevitable. Como si no hubiera alternativa. Como si el único lugar posible para países como Argentina fuera el de proveedores de materias primas y mano de obra barata en una guerra económica ajena.

Pero esa no es una ley natural. Es una decisión política.

Aceptar este rol implica renunciar a cualquier proyecto de desarrollo autónomo. Implica resignar capacidad de decisión sobre nuestros recursos, nuestro trabajo y nuestro futuro. Implica aceptar que las reformas se diseñen no en función de las necesidades sociales, sino de su compatibilidad con un orden geopolítico externo.

El nuevo documento de defensa de Estados Unidos no es solo una señal hacia afuera. Es también un espejo incómodo para la región. Nos muestra con claridad el lugar que se nos asigna en el mundo que viene.

La pregunta que queda abierta no es qué quiere Estados Unidos. Eso está cada vez más claro.
La pregunta es qué estamos dispuestos a aceptar.

Si vamos a seguir siendo el patio trasero, ahora maquillado de “integración estratégica”.
O si vamos a animarnos a disputar un proyecto propio, con trabajo digno, industria, soberanía y democracia real.

Ese es el debate que este documento vuelve a poner sobre la mesa.
Y ese es el debate que la política argentina ya no puede seguir evitando.

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