Fuente: Harish Tyagi / Efe
Una partición mal cerrada
Pocos lugares en el mundo condensan tanta historia, conflicto y tensión geopolítica como Cachemira. Situada al norte del subcontinente indio, en la intersección entre India, Pakistán y China, esta región montañosa de paisajes deslumbrantes y recursos naturales estratégicos ha sido, durante más de siete décadas, el epicentro de uno de los conflictos territoriales más persistentes y peligrosos del siglo XX... y del XXI.
Para entender por qué Cachemira importa —y por qué vuelve a ocupar titulares internacionales tras una nueva escalada militar entre India y Pakistán— es necesario retroceder hasta 1947, cuando el Imperio Británico se retiró del sur de Asia tras casi dos siglos de colonización. La independencia del Raj británico dio lugar a la creación de dos Estados: la República de la India, de mayoría hindú, y la República Islámica de Pakistán. Fue una partición trágica y violenta, marcada por desplazamientos forzados, pogromos y más de un millón de muertos.
En medio de ese caos quedó la región de Jammu y Cachemira. Aunque era un principado de mayoría musulmana, su monarca —un maharajá hindú— decidió anexarse a la India, decisión que fue rechazada por Pakistán. Esa disputa marcó el inicio de una enemistad duradera: desde entonces, India y Pakistán han librado tres guerras convencionales (en 1947, 1965 y 1971) y una guerra limitada en 1999, conocida como el conflicto de Kargil. A lo largo de los años, también han intercambiado acusaciones de fomentar el terrorismo y de violar los derechos humanos de los habitantes cachemires.
Hoy, el territorio de Cachemira está dividido de facto entre tres países: India controla dos tercios (el estado de Jammu y Cachemira y Ladakh), Pakistán administra una porción occidental (Cachemira Azad y Gilgit-Baltistán), y China posee una parte noreste (Aksai Chin). Sin embargo, tanto India como Pakistán reclaman la región en su totalidad, y ninguna de las tensiones ha sido resuelta mediante canales diplomáticos permanentes.
En este contexto histórico volvió a estallar la violencia. En la localidad de Pahalgam, en la Cachemira controlada por India, un atentado dejó 26 personas muertas y decenas de heridos, la mayoría de ellos turistas que visitaban el valle de Baisaran. Fue el ataque más sangriento en años. En cuestión de horas, el gobierno de Narendra Modi culpó a grupos extremistas con base en Pakistán —como Lashkar-e-Taiba y Jaish-e-Mohammed— y lanzó la “Operación Sindoor”, una campaña de bombardeos aéreos y ataques con misiles sobre objetivos del lado pakistaní, incluyendo zonas de la Cachemira administrada por Islamabad y las afueras de la capital pakistaní.
La respuesta de Pakistán no se hizo esperar. El gobierno de Islamabad denunció una violación flagrante de su soberanía y calificó el ataque como un “acto de guerra no provocado”. En represalia, desplegó su fuerza aérea y llevó adelante bombardeos limitados, derribó drones indios y movilizó tropas hacia la línea de control, una frontera militarizada que divide el territorio desde 1972.
Más allá del cruce de fuego, lo que llamó la atención del mundo fue la dimensión tecnológica del enfrentamiento. Pakistán utilizó cazas J-10C Vigorous Dragon, de fabricación china, con radares de última generación y misiles PL-15, para enfrentarse a aviones indios Rafale (franceses) y MiG-29 (rusos). Según fuentes no confirmadas, hasta cinco aeronaves indias habrían sido derribadas. Aunque China negó haber participado directamente, el episodio funcionó como un banco de pruebas para su tecnología armamentística y dejó en evidencia la creciente alianza entre Islamabad y Pekín.
En solo cuatro días, la nueva escalada dejó al menos 98 muertos —incluidos 47 civiles— y más de 180 heridos. Solo en la Cachemira pakistaní se registraron 31 civiles muertos, 206 viviendas destruidas y más de medio centenar de heridos. El saldo humanitario vuelve a ser desolador: casas en ruinas, comunidades desplazadas, niños traumatizados y un miedo renovado a que una chispa convierta esta guerra fría en un conflicto nuclear abierto.
¿Por qué tanto interés en Cachemira? Además de su valor simbólico para los nacionalismos indio y pakistaní, la región posee una enorme riqueza hídrica (que alimenta ríos esenciales para ambos países), tierras agrícolas fértiles, recursos minerales y un alto potencial turístico. Para India, representa una afirmación de su integridad territorial y del proyecto de nacionalismo hinduista promovido por Modi. Para Pakistán, es una deuda histórica con la población musulmana cachemir, que muchos consideran víctima de ocupación.
Pero Cachemira no es sólo una cuestión bilateral. Lo que ocurre allí hoy involucra también a potencias como China, que provee armamento a Pakistán y mantiene disputas territoriales con India, y a países occidentales con intereses comerciales y estratégicos en la región. La India, como potencia emergente y miembro del bloque BRICS, mantiene una relación compleja con China y Rusia, al tiempo que sostiene un diálogo estratégico con Estados Unidos, Japón y Australia a través del Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD).
En un mundo cada vez más multipolar, el conflicto de Cachemira vuelve a recordarnos que las heridas del pasado colonial siguen abiertas y que las tensiones locales pueden convertirse en conflictos globales. Cuando dos potencias nucleares se enfrentan en los Himalayas, lo que está en juego no es solo un valle, sino el frágil equilibrio de una región entera.
La voz de una generación en guerra: Sankalp Wadhwani y la mirada de la juventud india sobre Cachemira

A sus 22 años, Sankalp Wadhwani ya ha hecho de la política internacional su campo de batalla intelectual. Estudiante avanzado de Global Affairs en la O.P. Jindal Global University y asistente de investigación en varios centros estratégicos de la India —incluyendo el Centre for Security Studies y el Centre for Middle East Studies—, Sankalp representa a una generación de jóvenes profundamente politizada, marcada por el nacionalismo post-2014 y por un nuevo protagonismo indio en el tablero global.
Con experiencia investigadora en Moscú, publicaciones en foros internacionales y conocimientos de chino mandarín, Sankalp vive el conflicto con Pakistán no desde la distancia, sino desde el centro de la conversación pública india. En esta entrevista exclusiva, ofrece una lectura lúcida y sin concesiones sobre las causas de la última escalada militar en Cachemira, el papel de los partidos políticos y cómo reaccionó la sociedad —en particular, su generación— frente a la tregua.
¿Cómo afectó el conflicto reciente entre India y Pakistán al clima político interno?
El impacto fue inmediato. Las principales fuerzas de oposición, como el Congreso, decidieron no cuestionar al gobierno por posibles fallos de inteligencia, sino respaldar la respuesta militar. Esto marca un cambio respecto a etapas anteriores, donde primaba el discurso de la no violencia. Hoy, todos los partidos entienden que hay una demanda ciudadana firme de actuar frente al terrorismo, especialmente cuando está claramente vinculado con actores respaldados desde Pakistán.
¿Hubo unidad política durante la escalada o prevalecieron posturas divergentes?
Hubo unidad. El gobierno convocó a una reunión multipartidaria tras el atentado de Pahalgam, y allí se apoyó la “Operación Sindoor”, lanzada el 7 de mayo. La oposición también defendió la necesidad de continuar con represalias si Pakistán cruzaba ciertas líneas. Algunos líderes, como Sachin Pilot, sí pidieron explicaciones sobre el rol de EE.UU. en el alto el fuego, pero el consenso fue claro: el objetivo no era la guerra, sino desmantelar estructuras terroristas.
¿Cuáles son, en tu visión, las causas más profundas del conflicto?
Hay un factor externo evidente: China. La creciente asociación entre India y EE.UU. en materia comercial y estratégica genera preocupación en Pekín, y Pakistán sigue siendo su aliado clave para contener la proyección india. Usar el conflicto en Cachemira como herramienta de desestabilización sirve a los intereses chinos.
Pero también hay motivaciones internas en Pakistán. La caída de Imran Khan, las protestas masivas, la crisis en Balochistán y la pérdida de autoridad del ejército crearon un contexto ideal para que el alto mando militar provocara una confrontación que unifique a la sociedad paquistaní en torno a un enemigo externo: India.
¿Cómo fue recibida la tregua por la sociedad india?
Con sentimientos divididos. Muchos vieron el alto el fuego como una oportunidad de estabilidad y crecimiento económico, que India necesita para seguir consolidándose como potencia. Pero otros lo vivieron como una retirada prematura. Había un consenso en que teníamos la superioridad táctica y tecnológica —nuestros sistemas de defensa interceptaron más del 90% de los ataques enemigos—, y que debimos seguir hasta erradicar por completo los campamentos terroristas. La frustración aumentó al ver funerales de terroristas en Pakistán con honores militares y participación de altos cargos.
¿Sentís que el conflicto fue utilizado para desviar la atención de otros temas internos?
No en el caso de India. Pero en Pakistán, sin duda. El conflicto fue funcional para silenciar protestas, justificar medidas autoritarias —como la posibilidad de juzgar civiles en tribunales militares— y extender el poder del jefe del ejército. Es una estrategia ya vista: cuando el ejército paquistaní pierde legitimidad interna, recurre al conflicto con India.
¿Y cómo lo vivieron los jóvenes como vos, los que están formándose políticamente?
Hubo una ola clara de nacionalismo joven. Pero no un nacionalismo agresivo, sino uno centrado en la justicia y la defensa firme del país. Apreciamos que la respuesta militar haya sido precisa, que no haya apuntado contra civiles paquistaníes. Eso importa mucho para nosotros. Al mismo tiempo, hay una comprensión profunda de que este es un ciclo repetido: Pakistán entra en crisis, ataca, se firma un alto el fuego, y el mundo sigue. Muchos de nosotros pensamos que eso no puede seguir así. La paz no puede construirse sobre la impunidad de grupos terroristas.
Cachemira, más allá del conflicto: vidas que esperan un futuro
El conflicto en Cachemira no es solo un capítulo más en la larga historia de tensiones entre India y Pakistán, sino un recordatorio constante de que las heridas del pasado colonial y las rivalidades geopolíticas aún no encuentran resolución. Mientras las generaciones más jóvenes, como Sankalp Wadhwani, buscan un equilibrio entre patriotismo y aspiraciones de paz, el desafío sigue siendo enorme: transformar una disputa marcada por la violencia y la desconfianza en un diálogo sincero que garantice estabilidad, desarrollo y convivencia para una región cuya importancia trasciende sus fronteras. En un mundo donde las potencias regionales y globales juegan sus cartas, Cachemira sigue siendo una prueba decisiva para la diplomacia, la seguridad y el futuro de todo el sur de Asia.
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