“Dos de cada tres argentinos no quieren volver al pasado”, dijo el presidente Milei tras la victoria de La Libertad Avanza en las elecciones legislativas. Esa frase encierra el corazón de un fenómeno más amplio: ya no discutimos hacia dónde ir, sino hacia donde no queremos volver.
Los resultados del domingo muestran que el espejo de identidades políticas se está construyendo más por oposición que por convicción. En la Argentina, estamos opinando, debatiendo y votando principalmente desde lo que no queremos ser.
La oferta política actual no se define tanto por un proyecto de futuro, aunque tenga esa idea integrada en sus eslógans, sino por su necesidad de marcar la diferencia. Ser “anti” está siendo más movilizador que ser “algo”. Francis Fukuyama menciona en “Identidad” que el desplazamiento de las agendas políticas, tanto de izquierda como de derecha, hacia la protección de identidades grupales cada vez más chicas termina por amenazar la posibilidad de comunicación y de acción colectiva. En nuestro país, esa lógica se traduce en una polarización política cada vez más fuerte: antimileístas vs. antikirchneristas.
Según el último informe de Zuban Córdoba, un 56,1 % de los argentinos se identifica como “antimileísta” y un 45,6% como “antikirchnerista”. La mitad de la población se identifica más por oposición que por adhesión. El dato es brutal: somos, sobre todo, lo que no somos.
El oficialismo entendió este juego como nadie. Tuvo la visión —y la astucia— de haber mostrado con nitidez quién es y esa claridad identitaria le da un gran poder simbólico, que se pone en juego cada vez que hay elecciones. Otro acierto es haber logrado, en esta campaña, trasladar la discusión al plano nacional con una promesa de futuro en contraste a un peronismo que no pudo salir de la narrativa sobre el presente. La evocación del pasado le sirvió al primero como cohete y al segundo como ancla.
En una tercera posición, la llamada “ancha avenida del medio” parece haberse vuelto un significante vacío. Provincias Unidas no logró ser ni refugio ni alternativa: a pesar de tener figuras de peso en Santa Fe, Córdoba, Chubut, Santa Cruz, Jujuy y Corrientes, tuvo una identidad diluida que prometía moderación, pero no ofrecía horizonte. Los gobernadores, que habían salido bien posicionados en las elecciones provinciales, intentaron replicar esa misma estrategia y escapar de la nacionalización del debate político, pero no lograron llevarla a un buen puerto, salvo en el caso de Corrientes.
Este juego de identidades nítidas y desdibujadas también puede leerse a la luz de algo que viene señalando Isonomía hace tiempo: las emociones de alta energía —ya sean positivas o negativas— son un factor determinante para la movilización electoral. Según sus mediciones, fueron el miedo y la esperanza las principales motivaciones del voto. Polarizar, entonces, moviliza, pero a su vez tensiona cada vez más los límites de la convivencia.
Lo que queda claro es que en un país de pasiones como el nuestro, el equilibrio y la moderación no alcanzan. Las identidades políticas se alimentan de pertenencia, de emoción, de relato. Por eso, quizás el desafío sea volver a pensar qué ofrecer en el futuro: en lo que queremos ser y representar, no solo en lo que rechazamos.
Porque si seguimos siendo lo que no somos, el riesgo es que no seamos nada.

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