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¿Y si el deber fuera la condición de la libertad? En defensa del sufragio obligatorio

Por Giulia Savarecio

¿Y si el deber fuera la condición de la libertad? En defensa del  sufragio obligatorio

Tras 40 años de democracia ininterrumpida, parece ponerse en jaque su importancia.

Cuando tenía 17, un profesor que dictaba la materia de “Formación Cívica” me dijo que “la democracia no es ir a votar, es elegir participar”. Hasta el día de la fecha me quedó resonando esa frase. Hoy la resignifico: tal vez votar no sea elegir participar, sino el primer acto de quienes, en una democracia sana, deben hacerlo. Mientras en varias partes del globo se clama por recuperar el derecho al sufragio (como Haití, Sudán o la República Democrática del Congo), en muchas democracias occidentales se discute si ese derecho debe ser también un deber. En relación con este eje álgido, persigo el propósito de comparar las ópticas y los argumentos de los autores presentados. En esta línea, los textos de Rapoport y Dionne Jr. (“En defensa del voto universal”), Lacroix (“Una defensa liberal del voto obligatorio”) y Burrus (“EE. UU.: El voto obligatorio garantiza votos ignorantes”) abren un debate tanto filosófico como político: ¿el voto obligatorio es una violación de la libertad, o su máxima expresión?


El sufragio obligatorio como condición para la igualdad sustantiva

Siempre me llamó la atención cómo los sectores más vulnerables parecen estar siempre ausentes del mapa político. No porque no importen, sino porque no votan. O mejor dicho, porque el sistema no los invita ni los incentiva para que lo hagan. En este punto, Rapoport y Dionne Jr. proponen una corrección potente: erigen al voto obligatorio como el remedio ante esta exclusión sistemática. Los autores sostienen que en países como EEUU, en donde la participación es voluntaria, los ciudadanos que efectivamente ejercen el voto suelen ser más ricos, blancos y mayores. Evidentemente ello deja al resto del país fuera de las decisiones (Rapoport y Dionne Jr., 2020).

Lejos de considerarlo una forma de coerción, Lacroix ofrece un enfoque más filosófico y transformador. Desde una concepción liberal de la igualdad, argumenta que obligar a votar no significa menos libertad por el contrario, un plus de condiciones para ejercerla en igualdad (Lacroix, 2007). Su idea de que la libertad también implica la posibilidad real de ejercerla me resulta profundamente convincente. ¿De qué sirve poder votar si el contexto social, económico o cultural te excluye en los hechos?

Sin embargo, Burrus se contrapone de raíz. Pues con su postura clara y predecible afirma que el voto obligatorio sería una intromisión estatal intolerable en la círculo privado de la ciudadanía. Lo equipara incluso con una violación a la libertad de expresión. "No votar", dice, "puede ser una forma legítima de protestar" (Burrus, 2015). Pero no aclara (tampoco parece importarle) qué pasa con quienes no votan no por convicción política, sino como consecuencia del abandono estructural. Defender esa “libertad de no votar” sin mirar el panorama completo, más que respetuoso o una forma de manifestación, es funcional a un status quo profundamente desigual y arraigado que favorece a unos pocos.

Hay datos que no se pueden ignorar. En Bélgica, donde el voto es obligatorio, la brecha de participación entre personas con y sin estudios superiores es notablemente menor que en países donde votar es opcional (Lacroix, 2007). Esa diferencia no es un dato menor. Obligar a todos a votar es obligar al sistema a hablarle a todos. Incluso a quienes suele olvidar.

La libertad individual no se opone al deber cívico

Muchos entienden la libertad como la ausencia total de imposiciones. Pero, ¿no será más profunda aquella libertad que permite construir junto a otros las normas de convivencia? Lacroix (2007) propone una concepción republicana de la autonomía donde votar no es una coacción, más bien una expresión activa de pertenencia comunitaria.

Participar en la toma de decisiones colectivas, aunque sea desde la obligación mínima del sufragio, es lo que nos convierte en verdaderos ciudadanos. Esta idea encuentra reminiscencia en la comparación que hacen Rapoport y Dionne Jr. (2020), al establecer una relación de semejanza entre el sufragio obligatorio con el deber de integrar un jurado popular. Práctica ampliamente aceptada, empero incómoda que refleja el valor de contribuir al interés común. Votar, al igual que juzgar a un par, implica asumir que la democracia no se sostiene con espectadores, sino con protagonistas. Con protagonistas dispuestos y dispuestas a tomar acción real.

La objeción de Burrus respecto a los votantes desinformados también aparece con frecuencia, y en absoluto carece de sentido. Refiere que muchos ciudadanos no saben lo suficiente como para votar con responsabilidad y que forzarlos sólo agrava el problema (2015). Pero hay un esencial detalle que omite: la información no aparece mágicamente cuando el voto es voluntario. De hecho, en los países con sufragio obligatorio, las campañas suelen volverse más pedagógicas, porque deben llegar a todos. La desinformación no se combate excluyendo, sino incluyendo con herramientas.

Además, está el matiz más importante del sistema: el voto obligatorio no obliga a elegir. Votar en blanco, anular el voto o incluso abstenerse justificadamente son posibilidades previstas y respetadas. No se impone una preferencia, sino una presencia. Como sociedad, no podemos seguir naturalizando que el silencio electoral de millones no tenga consecuencias políticas.


Este debate interpela profundamente a quienes estudian y habitan sistemas democráticos, fundamentalmente en un contexto socio-cultural marcado por desigualdades históricas. El voto obligatorio no resuelve todos los problemas, empero sí representa una base sobre la cual empezar a construir una democracia igualitaria; una que verdaderamente no excluya. Resulta preocupante seguir confundiendo libertad con comodidad, o derecho con privilegio. Hay quienes temen la coacción; pero el riesgo real es que el sistema continúe sin escuchar a quienes no tienen voz para gritar. Concluyendo este informe, como recuerda Dionne Jr., “una nación fundada en la idea de que el gobierno sólo es legítimo si goza del consentimiento de los gobernados debe rechazar la idea de que el consentimiento de algunos sea suficiente” (Rapoport y Dionne Jr., 2020). Esa frase sintetiza de forma contundente la defensa del sufragio obligatorio. La democracia no puede ser decorativa. Debe convocar a todos, incluso a quienes no tengan ganas, incluso a quienes no sepan por quién votar. El mero acto de estar ahí, de decir “existo y me importa”, también es una forma de construir poder.

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Giulia Savarecio

Giulia Savarecio

Estudiante de Relaciones Internacionales en la Universidad Torcuato Di Tella. Activista juvenil en Girl Up y Cruz Roja Argentina,
Renovado interés en educación, geopolítica internacional, igualdad de género y tecnología.

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