El presente como un loop infinito
En YouTube, millones de usuarios sintonizan día a día a una chica animada que estudia mientras suenan beats suaves y repetitivos. Es la Lo-Fi Girl, ícono de una generación que encontró en la baja fidelidad —en los sonidos gastados, en lo imperfecto y lo cálido— una forma de compañía o de refugio emocional. Esa atmósfera ansiolítica, melancólica y digital que parece detener el tiempo, como si repitiera una y otra vez la misma tarde lluviosa, recordándonos, quizás, algo que se perdió.
El lo-fi, nacido de la decisión estética de dejar respirar el ruido, no es solo música: es una forma de experimentar el paso del tiempo. Nos remite a los primeros videojuegos, a los tonos de los Nokia, a los canales de dibujos animados de los 2000. Es el eco de una infancia sin sobresaltos, donde el futuro aún se creía prometedor. No es casual que su auge coincidiera con la pandemia: cuando el tiempo se detuvo y el espacio se acotó a nuestras pantallas, el mundo encontró consuelo en melodías que provenían de un pasado extinto.

Pero este loop no es solo sonoro: es simbólico. La cultura entera parece girar en ese mismo ciclo de repetición. Las modas reviven los 90 y los 2000, las marcas relanzan viejos modelos, los estudios reciclan películas y series del pasado. Todo regresa, nada avanza. La nostalgia se volvió la banda sonora de un presente que no puede imaginar algo nuevo.
Esto pareciera indicar que vivimos rodeados de los restos de un futuro que nunca llegó. Nuestra cultura, como el beat del lo-fi, se repite sobre sí misma: un bucle reconfortante pero estancado. La baja fidelidad del sonido refleja una baja fidelidad del porvenir. El futuro, antes heraldo de promesas, hoy es solo ruido de fondo.
La melancolía digital: de Tumblr al revival retro
Antes de Instagram y TikTok, existió Tumblr, ese espacio liminal donde una generación comenzó a experimentar con sus emociones en Internet. Allí, entre fotos borrosas, citas existenciales y canciones tristes, se gestó una sensibilidad: la tristeza como estética, el pasado como refugio.

Tumblr fue, en muchos sentidos, el primer santuario digital de la nostalgia centennial. Las imágenes no buscaban documentar el presente, sino convertirlo en recuerdo. Ese deseo de transformar la vida cotidiana en un objeto melancólico anticipó lo que luego dominaría la cultura visual contemporánea: la fascinación por lo retro, por el filtro, por la textura del tiempo.
Hoy esa estética reaparece en todo: en el lofi, en el revival Y2K, en el cine, en la moda, incluso en la forma en que construimos nuestros perfiles digitales. Todo parece apuntar a lo mismo: el intento de capturar una emoción perdida, una versión más lenta, habitable y cálida del mundo que nos rodea.
Hauntología: los ecos de un futuro interrumpido
El filósofo Jacques Derrida acuñó el término hauntología —una fusión entre “haunting” (acechar) y “ontología”— para describir cómo los fantasmas del pasado siguen latiendo en el presente. Mark Fisher retomó este concepto para pensar la cultura contemporánea: vivimos, dice, rodeados de los fantasmas de futuros que nunca se realizaron.
En su libro Ghosts of My Life, Fisher analiza cómo la música y el arte actuales se llenan de ecos del pasado, porque el futuro —como horizonte de esperanza o utopía— se ha evaporado. Nuestra cultura es, en gran medida, una repetición melancólica de estilos, gestos y símbolos de otras épocas. Y no porque falte creatividad, sino porque ya no creemos en la posibilidad de que el futuro sea mejor que el presente.
Fukuyama, Fisher y el cierre del horizonte
A fines del siglo XX, tras la caída del Muro de Berlín, Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”: la victoria definitiva del capitalismo liberal y la democracia occidental. En ese marco, el futuro dejó de ser un terreno de disputa. El progreso se convirtió en rutina, y la imaginación política —y estética— quedó atrapada en un presente eterno.
Fisher denomina a este clima realismo capitalista: la sensación de que no hay alternativa al sistema actual. No solo desapareció el “afuera” político del capitalismo, sino también su “afuera simbólico”. En consecuencia, el arte perdió su capacidad real de proyectar nuevos mundos posibles. El futuro dejó de ser un horizonte de utopías para cundir en el pesimismo de una distopía climática y social.
Cuando el arte miraba hacia adelante
Durante buena parte del siglo XX, el arte creyó en el futuro. Las vanguardias no sólo experimentaban con formas, sino que expresaban una confianza colectiva en el progreso, en la idea de que la humanidad avanzaba hacia un porvenir más luminoso.
En arquitectura, el futurismo y el brutalismo soñaron con ciudades funcionales, máquinas de habitar que encarnaran el espíritu de la modernidad: líneas puras, hormigón, acero, dinamismo. En pintura y escultura, movimientos como el constructivismo soviético, el neoplasticismo o la Bauhaus buscaron ordenar el mundo bajo una nueva racionalidad estética, donde arte, técnica y sociedad formaran una unidad transformadora.

Esa fe en el porvenir atravesó también la literatura y el cine. Las utopías de ciencia ficción —desde Metrópolis de Fritz Lang hasta las visiones espaciales de 2001: Odisea del espacio— imaginaban un mañana donde la tecnología sería el vehículo de la emancipación. Incluso las distopías advertían sobre los peligros del progreso, pero desde una convicción: el futuro existía y valía la pena pensarlo.
En la moda, diseñadores como Pierre Cardin o Paco Rabanne abrazaron una estética “espacial”, con materiales sintéticos y siluetas metálicas que querían vestir al ser humano del futuro. En la música, la electrónica temprana, el krautrock alemán o la new wave británica exploraban sonidos inéditos, tratando de anticipar el futuro que se auguraba.
Cada vanguardia era, en el fondo, una propuesta de mundo. El arte no se limitaba a reflejar la realidad: la diseñaba. Se asumía como motor del cambio, como laboratorio simbólico de lo que vendría. El tiempo avanzaba en línea recta, y la creación acompañaba ese impulso.

Pero esa confianza se fue desmoronando. Hoy no existen vanguardias que miren hacia adelante con esa misma ambición. En su lugar, la cultura contemporánea parece vivir de la cita y el reciclaje: la música versiona estilos pasados, el cine repite franquicias, la moda revive décadas una tras otra. Nuestra estética es la del collage histórico, una suma de fragmentos que no construyen futuro, sino que orbitan alrededor del pasado. De esta manera, en lugar de imaginar lo que podría ser, evocamos lo que alguna vez creímos que sería.
El presente sin promesas
El siglo XXI heredó la tecnología pero perdió la esperanza. Si para el siglo pasado el futuro era un terreno de conquista, para nosotros se volvió un espacio de amenaza: cambio climático, crisis económica, guerras, precariedad, ansiedad.
Fisher observaba que las distopías tecnológicas —esas pesadillas del futuro— ya no nos sirven como advertencia, porque en parte ya las habitamos. Vivimos el futuro, pero no el que imaginábamos: un futuro sin expectativas, saturado de pantallas, de hiperestimulación y aislamiento.
Ante esa sensación de agotamiento histórico, la cultura se refugia en el pasado. La nostalgia funciona como antídoto emocional: mirar hacia atrás para escapar del vértigo. Pero ese gesto también tiene un costo simbólico. Al dejar de concebir horizontes alternativos, nuestras producciones artísticas se paralizan. Repetimos lo conocido porque no podemos imaginar lo desconocido. El presente se convierte en un museo interactivo, donde lo viejo se recicla hasta el cansancio.
Entre la ruina y la posibilidad
La nostalgia, sin embargo, no es en sí negativa. Puede ser también un modo de duelo, una forma de reconocer lo perdido. Los fantasmas que describe la hauntología no son solo sombras del pasado, sino señales de algo que sigue pidiendo ser realizado.
Quizás el desafío contemporáneo sea transformar la melancolía en impulso creativo. Recuperar del pasado no su estética, sino su fe en el porvenir. Volver a imaginar un futuro distinto, posible, compartido. Porque si algo nos enseñó Fisher es que los fantasmas no aparecen para asustar, sino para recordarnos que todavía hay algo pendiente. Y tal vez ahí, entre la ruina y la posibilidad, en ese temblor entre lo que fue y lo que podría ser, vuelva a encenderse la llama de un nuevo horizonte.

Porque la verdadera pregunta, como planteaba Fisher, no es por qué recordamos tanto, sino por qué dejamos de imaginar. Vivimos rodeados de remakes, de modas que vuelven, de canciones que suenan como las de hace veinte años. Y sin embargo, entre esas repeticiones hay algo que late. Algo que todavía busca una salida.
Quizás el lofi, con su sonido imperfecto, con sus beats rotos y su melancolía cálida, nos esté enseñando justamente eso: que la belleza no está en el futuro brillante que nunca llegó, sino en la capacidad de encontrar armonía en el ruido, consuelo en la imperfección, y esperanza en los ecos del pasado. Porque aunque el tiempo parezca detenido, entre cada loop y cada sample viejo, todavía hay algo que sigue sonando. Suave. Persistente. Como un corazón que late dentro de una cinta vieja.
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