En 2020, en plena pandemia, escribí que la inteligencia artificial debía orientarse al bienestar humano y cité a Federico Faggin para recordar que la conciencia —la cualidad más humana— no puede ser imitada ni delegada. Cinco años después, en el pleno “verano de la IA”, esa advertencia es más vigente que nunca.
Hoy convivimos diariamente con modelos como ChatGPT, Grok y otros sistemas capaces de procesar cantidades colosales de información y generar respuestas sofisticadas en segundos. Y a mi propia pregunta —“¿qué eres tú?”— la respuesta es clara: “una red neuronal entrenada sobre enormes cantidades de texto para comprender el lenguaje natural, generar respuestas y ayudar a desarrollar tareas complejas, sin voluntad, objetivos ni iniciativa propia; actúo solo en respuesta a tus pedidos.” El verdadero punto de inflexión es el uso consciente de estas herramientas. Cuando se emplean con curiosidad, criterio y dirección, la IA se convierte en un acelerador intelectual, un amplificador que permite una ampliación significativa de nuestras capacidades, algo que llamo inteligencia 2.0: una combinación entre la capacidad cognitiva humana y la potencia de cálculo de la máquina.
En este modelo híbrido, lo humano aporta la calidad: intuición, sensibilidad, juicio, ética, interpretación. La máquina aporta la capacidad de procesamiento: velocidad, memoria casi ilimitada, análisis a gran escala.Esta alianza genera una forma de inteligencia ampliada que nunca antes estuvo a nuestro alcance. El otro gran desafío está en la infraestructura y en la energía: el crecimiento de la IA exige sistemas más eficientes y sostenibles, capaces de acompañar esta evolución tecnológica de manera responsable.
Este artículo fue pensado y escrito utilizando precisamente este tipo de interacción, dejando bien en claro que la tecnología debe servir a la humanidad.

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