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La inteligencia secreta de las flores

Por BIOclubs

La inteligencia secreta de las flores

Siempre que se habla de inteligencia, pensamos en los humanos, en menor medida en los animales, y hasta quizás en las bacterias. Pero casi nunca se nombra a las plantas.

Y sin embargo, ellas también resuelven problemas, toman decisiones y optimizan recursos, aunque lo hagan sin cerebro ni sistema nervioso. Su forma de “pensar” está escrita en la arquitectura de sus flores, en los mecanismos que desarrollan para garantizar su supervivencia en un mundo continuamente en movimiento, mientras ellas se mantienen estáticas.

La flor de la salvia, por ejemplo, posee un sistema de polinización que parece una obra de ingeniería natural. Tiene dos estambres, cada uno con una antera grande en la punta que contiene polen. Más cerca de la base se encuentran vesículas más pequeñas que funcionan como contrapeso y cubren el néctar.

Cuando una abeja o un colibrí entra a buscar alimento, empuja las vesículas con la cabeza, haciendo que los estambres bajen como una balanza. El polen se deposita entonces en el cuerpo del visitante, que al llegar a otra flor rozará el estigma, ubicado por encima de los estambres. Este mecanismo de alta precisión reduce la autopolinización y evita la pérdida de polen por viento o lluvia.

Uno de los sistemas más complejos y sorprendentes es el de la orquídea Coryanthes macrantha. Su pétalo modificado, llamado labelo, forma una cavidad similar a un balde que se llena con un líquido secretado por glándulas de la flor. Las abejas macho del género Euglossa son atraídas por el perfume que la flor emite.

Al intentar recolectar esas fragancias en la parte superior del labelo, una superficie cerosa y resbaladiza, muchas abejas pierden el equilibrio y caen dentro del balde, mojándose las alas. Incapaces de volar, la única opción que les queda es salir arrastrándose por un canal estrecho que las conduce directamente bajo los órganos sexuales de la flor.

Al atravesarlo, una masa de polen se adhiere al dorso del insecto. Y si ya venía de otra flor, el polen que llevaba se deposita en el estigma, completando la fecundación.

La pregunta que surge es: ¿por qué tanto mecanismo en vez de un proceso más simple?

Al depender de una sola especie de polinizador, la flor gana precisión. Solo las abejas macho adecuadas son lo suficientemente grandes como para rozar el polen en el punto exacto de su cuerpo. Esto evita gastar polen inútilmente y lograr hacer una mejor inversión. La flor no busca ser simple, sino perfecta para su pareja evolutiva.

Otra orquídea con un mecanismo igualmente específico es la Catasetum. Su perfume también atrae a las abejas euglosinas. En el centro de la flor hay una columna que contiene las anteras, estructuras productoras de polen. Y desde la base de la columna salen unos pelitos finos sensibles al tacto.

Cuando la abeja se apoya sobre el labelo para recolectar compuestos aromáticos, roza estas “antenas” y activa un resorte interno que dispara el polinio como una catapulta. Así, el polen se adhiere firmemente al dorso o la cabeza del insecto, que huye sobresaltado y suele refugiarse en una flor femenina de la misma especie.

El disparo no es al azar, está calibrado para responder exactamente al peso, tamaño y movimiento de las abejas euglosinas. Cada parte del mecanismo está diseñada para dirigir el polen al lugar preciso, aumentando las probabilidades de éxito reproductivo.

Es difícil no pensar que detrás de tanta precisión hay una forma de inteligencia distinta, una inteligencia que no razona, pero entiende la vida a través de la adaptación.

Examinando estos ejemplos, podemos ver inventos que el ser humano creó hace apenas un par de siglos. Pero esta mecánica floral es ancestral: funciona desde su primera aparición, hace más de 100 millones de años.

Cuando las flores llegaron a la Tierra, no existía ningún modelo del cual imitar, tuvieron que inventarlo todo por sí mismas. Al final, lo que hoy llamamos “ingeniería” no es más que el redescubrimiento de lo que la naturaleza ya había creado con silenciosa sabiduría.

Por Tatiana Pardo, alumna de la Licenciatura en Biotecnología de UADE

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